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LA PASIÓN POR LA MONTAÑA

Durante mis años de montañero aficionado me entregué con entusiasmo a las rocas y a la nieve, pero mis logros fueron ínfimos, casi inapreciables. A mí me bastaba con salir, y poder respirar aire puro, y sentir el sol, la lluvia y el viento en la cara, y ver todo aquel espacio abierto ante mis ojos, y sentirme libre y despreocupado, bien por un tiempo, disfrutando de las alturas, con los pies colgando en el vacío, contemplando sin prisa y con calma el esplendoroso mundo que se divisaba desde tan alta atalaya.

 
D urante mis años de montañero aficionado me entregué con entusiasmo a las rocas y a la nieve, pero mis logros fueron ínfimos, casi inapreciables. A mí me bastaba con salir, y poder respirar aire puro, y sentir el sol, la lluvia y el viento en la cara, y ver todo aquel espacio abierto ante mis ojos, y sentirme libre y despreocupado, bien por un tiempo, disfrutando de las alturas, con los pies colgando en el vacío, contemplando sin prisa y con calma el esplendoroso mundo que se divisaba desde tan alta atalaya.
Me gustaba marchar en compañía de mi hermano Jesús, mi inseparable compañero de cordada e iniciador en estas lides, a menudo junto a nuestros perros, que al igual que nosotros iniciaban el sendero cuesta arriba con ánimo y buen paso, mucha charla y ladridos. Y hacer un alto a la sombra en verano o al sol en invierno, para descansar las mochilas, y aligerarlas de su peso comiendo unos bocados con los que recuperar fuerzas. La subida siempre era ardua y lenta y parecía no tener fin, pero este llegaba, tarde o temprano, con enorme alivio.   La recompensa venía luego, en las vistas, las risas y la sensación gratificante del esfuerzo logrado. Con eso tenía suficiente.

 

 
A pesar de ello, un amigo común nos llamaba en broma ‘los hermanos Messner’, a quienes al menos nos parecíamos en el pelo largo y la poblada barba. No obstante, aparte del aspecto, teníamos algo más en común: de alguna manera compartíamos idéntica pasión por las montañas, salvo que teníamos miras diferentes, las suyas más ambiciosas, arriesgadas e imponentes, y las nuestras, más sencillas, seguras y cercanas. Por mi parte, me contenté, no con las grandes cumbres y las escaladas extremas, fuera de mi propósito e intención, y seguramente de mis limitadas aptitudes personales, sino con empeños más humildes y al alcance de mis modestas posibilidades.
Sin embargo, la montaña me proporcionó algo más que una sensación de bienestar y espacio abierto, donde sentirme bien conmigo mismo, que era en definitiva lo que pretendía y, sobre todo, necesitaba, tras unos años bastante difíciles y ajetreados. Me hizo descubrir un mundo propio, el de los alpinistas, una rara y temeraria especie de seres humanos que me cautivó profundamente. No podría vivir sus experiencias en persona, pero sí, al menos, conocerlas y admirarlas. Y, ¿por qué no?, también aprender de ellas. Reinhold Messner asegura que si algo importante enseñan las montañas es a tomar conciencia de la fragilidad humana y asumir lo pequeños, débiles y vulnerables que somos. Y encontrar un aliento espiritual en tan pobre materia es lo que ennoblece y hace grande al ser humano, más allá de las dotes físicas y mentales que pueda poseer en mayor o menor medida.

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