El despertador me arrancó del sueño y me trajo de nuevo a la cruda realidad. Eran las seis de la mañana y la resaca me iba a reventar la cabeza. No podía ni despegar los ojos. Me quedé acurrucado, encogido, más muerto que vivo. Estaba en ese punto límite en que podía mandarlo todo al diablo, ya me entiendes. Era lunes y debía afrontar toda una interminable y tediosa semana de duro trabajo. Como cada lunes, tenía sueño atrasado y me sentía de mala hostia, con un cansancio de muerte. El fin de semana había sido corto y fugaz, pero intenso y vital. No en vano, después de una semana de pesado y rutinario trabajo, lo que menos me apetecía era dejar varado mi cuerpo en el sofá, así que me acicalé y puse ropa limpia, contemplé mi cara en el espejo –la nariz rota en un accidente-, que no arreglaría ni un inesperado milagro, y salí a dar una vuelta; y como cada sábado, sólo conseguí llegar a casa muy tarde y muy borracho.