¡Maldita sea! ¿Quién es J.CARO?


Me llamo Julián Caro. J.CARO es mi nombre de guerra. Con esa especie de seudónimo bajo la bandera negra pirata he escrito durante largo tiempo, de modo que ahora ya no podría atender por otro.

J.CARO es el sobrenombre empleado por mi hermano Jesús y yo para, entre otras cosas, presentar mis escritos. Y por si no bastara con esto, también es la firma que mi padre utiliza en sus cuadros. Sin embargo, ahora llega la oportunidad de publicar y entiendo que he de afrontarlo solo. Pues para bien o para mal, yo soy el único perpetrador de lo que aquí se escribe. Reconozco mi culpabilidad. La participación de mi hermano es de otra índole. Además de asumir de forma ocasional la figura de presunto autor, ha servido también de fuente de inspiración para varias de mis obras, sin olvidar que fue el primero en darme su apoyo incondicional con este libro. Tal vez porque en muchos aspectos nos parecemos. No somos únicamente hermanos, sino amigos que comparten muchos intereses. Como en la montaña, también en la vida somos compañeros de cordada; estamos unidos por la misma cuerda y tenemos plena confianza el uno en el otro.

Cuando me asaltó la idea de escribir una colección de reflexiones personales de carácter combativo, estábamos juntos en Gredos, en una de nuestras habituales escapadas a la montaña. Y fue allí mismo —acampados en plena naturaleza, un anochecer muy frío y nevado, descansando de las fatigas del día al abrigo de una pequeña tienda de campaña azul, con la luz solamente del frontal para alumbrarme y en el reducido espacio libre que dejaban las mochilas y otros pertrechos, mi hermano leyendo al lado, que debido a su gran altura y tamaño ocupaba la mitad del refugio, y la compañía inseparable de Socio, mi leal perro callejero, acurrucado entre los dos sacos de dormir—, donde comencé mi tarea hace ya varios años. Unas condiciones un tanto raras e incómodas, pero reales y ciertas, pues, dadas las circunstancias en que nos hallábamos, dormir, leer o escribir era lo mejor que podíamos hacer para pasar el rato. Poco a poco me fui animando y pronto reuní suficientes pensamientos como para completar un pequeño libro. El mismo que ahora estás leyendo. El primero de una serie.

Nací en Cáceres casi por azar, cuando mi madre viajaba en tren con destino al sur para reunirse con mi padre, y tuvo que hacer un alto en el camino para que yo viniera a este mundo.

Durante mi infancia y juventud solían castigarme por el mismo motivo: LEER. Siempre tenía un libro entre las manos. Para mí no existía nada mejor. Leía voraz y apasionadamente. Desde entonces, los libros se convirtieron en mis más fieles amigos. Y si algo tuve claro desde niño fue mi deseo ardiente de ser escritor. En mí es la pasión que mueve mis días.

Toda mi vida ha sido una perpetúo traslado, sin que pueda recordar el número de mudanzas que habré cargado sobre mis espaldas. La mayoría de las veces iba allá donde me llevaba el trabajo. He recorrido el país de una punta a otra, de Granada a Bilbao, de Madrid a Barcelona, de Valladolid a Toledo, por mencionar algunos de los sitios donde he vivido largas temporadas. Y no contento con ello, hasta traté de emigrar a Canadá y Australia en busca de nuevos horizontes, pero sus fronteras estaban cerradas a los trabajadores sin cualificación profesional como era yo por aquel entonces. Estos y otros muchos lugares fueron el escenario de mis pasos y andanzas, y cada uno a su manera ha dejado una huella imborrable en mí. Como no podía ser de otro modo, este continuo vagar sin rumbo fijo me ha impedido echar raíces. Ahora ya no soy de ningún sitio y, al mismo tiempo, me siento de todas partes.

He sido un hombre que ha tenido muchos empleos, casi todos malos y detestables. He cambiado de ocupación con frecuencia, casi siempre huyendo de las llamas para caer en las brasas. He ido de un trabajo a otro sin encontrar nunca acomodo a mi errabunda vida laboral. No es de extrañar entonces que mi condición de trabajador haya determinado no solo mi existencia entera, sino que también haya ejercido una gran influencia en mis escritos.

La primera vez que hice algo para ganar dinero fue mientras estudiaba en el instituto, con catorce o quince años. Durante el curso repartía publicidad, pegaba carteles y ayudaba en diversos eventos culturales a cambio de una propina. También echaba una mano en algunas discotecas y locales de copas, recogiendo vasos o sustituyendo al pinchadiscos en sus descansos. Durante las vacaciones, como disponía de más tiempo libre, vendía e instalaba depuradores de agua a domicilio. No pagaban mucho, pero conseguía sacar algo para mis gastos personales.

Un buen día llegué a comer y me dijeron que unos municipales habían ido a buscarme. Lo había olvidado por completo. Tenía que hacer la puta mili. Por aquel entonces lo había mandado todo al diablo. Quería escribir y no hacía otra cosa. Los estudios me importaban un bledo. Hacía meses que había abandonado el instituto sin acabar el bachillerato. Tenía pocas opciones ante mí. De manera que escogí la más fácil. La única que me posibilitaba salir de casa, ver mundo y ganarme la vida. Tras superar las pruebas, ingresé en la Guardia Civil, un cuerpo policial del ejército de rancio abolengo y una larga historia llena de luces y sombras.

Ser policía no me importaba, incluso me gustaba cuando podía ayudar a una persona en apuros. Pero ser militar era otra cosa. No iba conmigo. Me sentía ajeno y extraño en aquel mundo de uniformes y jerarquías. No era lugar para mí. No estoy hecho para soportar la disciplina castrense. Y, como era fácil de prever dada mi forma natural de pensar, pronto comencé a tener problemas, cada vez peores y más graves. Si continuaba por el mismo derrotero, tarde o temprano me vería enfrentado a un expediente disciplinario y, por lo tanto, a un posible juicio marcial con penas de prisión. De modo que preferí largarme por mi cuenta antes de que me condenaran o expulsaran.

Comencé entonces un largo peregrinar de un lado a otro a impulsos del trabajo de turno. Sin estudios ni oficio alguno, tenía poco que ofrecer, salvo la fuerza de mi cuerpo. Para ganarme la vida, me vi obligado a trabajar en cualquier cosa, lo primero que surgía. De este modo rodé por muchos empleos distintos, y la verdad es que si uno era malo el otro era peor. Desde entonces he realizado una larga y variada lista de trabajos: vendedor ambulante en mercadillos callejeros, temporero en el campo, camarero en un restaurante y en un bar de copas, dependiente de una tienda de música, mozo de almacén y de mudanzas, peón de limpieza, fontanero, pintor, albañil, conserje, jardinero, guarda jurado, cartero, celador psiquiátrico y de toxicómanos... Un amplio recuento en el que olvido muchas otras chapuzas y trabajillos ocasionales hechos a salto de mata. Y, para concluir de momento mi periplo laboral, pronto hará ya siete años que la suerte me llevó a una pequeña oficina de agricultura, donde trabajo como empleado público, mi ocupación más estable hasta la fecha.

He necesitado toda una vida para acumular tan dilatada experiencia. Por supuesto, los trabajos descritos no han tenido la misma duración. Mi record personal de permanencia oscila desde una sola jornada —me echaron el primer día, nada más acabar la faena, historia que relato en UN DÍA DE TRABAJO—, hasta otros que se alargaron durante años como pesadas condenas; de éstos últimos, recuerdo sobre todo la jubilosa sensación de libertad que experimentaba al despedirme por fin del maldito trabajo, algo sólo comparable a la felicidad que embarga a un preso cuando consigue evadirse de su cautiverio. Perder de vista para siempre algunos odiosos empleos suponía para mí un alivio indescriptible. La sangre me volvía a latir con calma y ya podía respirar con normalidad, sin ese estado opresivo que sentía al currar. Era como renacer a la vida otra vez. De nuevo era yo, íntegramente yo.

Trabajar en tantas profesiones diferentes me ha enseñado a valorar el trabajo en su justa medida. Ha sido una dura escuela. No son conocimientos teóricos. He aprendido directamente de la vida. Esa ha sido mi educación.

Por lo tanto, mi experiencia del mundo del trabajo está basada en la realidad que he vivido y conocido. Es mi vida laboral. Tras más de treinta años de continua actividad —salvo algunas breves temporadas en paro—, tengo un bonito currículo sustentado en un montón de trabajos de mierda; pero no por los oficios en sí, honrados y necesarios para la sociedad todos ellos, sino por las miserables condiciones en que tuve que desempeñarlos. He tenido que hacer muchas cosas empujado por la necesidad, la urgente necesidad de sobrevivir. Como tantos otros, una inmensa multitud que puebla el mundo entero, me he visto obligado a trabajar en cosas que no me gustaban, en las que no me reconocía, simples empleos alimenticios, sólo trabajo y más trabajo.

Soy un trabajador. No he sido otra cosa. Hasta ahora, jamás me tuve por escritor, al igual que nunca me he preciado de alpinista. Quizás porque eran cosas que hacía por gusto, por afición, sin recibir remuneración alguna. En cambio, ya que era mi forma de ganarme el sustento, siempre me he considerado un trabajador. Ese es mi destino, para bien o para mal. Y esa es toda la experiencia que me avala. Pertenezco a la clase trabajadora, por nacimiento, condición, derecho y orgullo.

Aunque, afortunadamente, nunca he pasado grandes miserias, siempre he tenido una clara conciencia de la frágil línea que me separaba de la pobreza: mi salud y la fuerza de mis brazos. Sé lo que es ganarse la vida. Sé lo que significa depender de un sueldo de miseria para sobrevivir. Sé lo que es estar sin empleo ni futuro. Conozco de sobra el escaso valor que tiene la carne obrera en el mercado laboral. He trabajado desde muy joven. Y desde entonces hasta ahora, no he dejado de trabajar.

Las circunstancias sociales presionan y determinan la vida de la gente. En mí, al menos, han sido decisivas. Nunca me he dedicado a nada por gusto, sino empujado por la necesidad. Jamás he sido libre. He sido un trabajador forzado. Mis únicas opciones eran trabajar o morirme de hambre. Pero en esto no soy especial. Comparto la misma situación de sometimiento y explotación que padece una gran mayoría de la gente en todo el mundo.

Pertenecer a la clase trabajadora condiciona nuestra existencia entera. Y en mi caso no ha sido distinto. Para decirlo claramente de una vez: el trabajo siempre se ha encargado de joderme la vida. Los peores momentos, las experiencias más desagradables y duras, las situaciones más degradantes que he tenido que soportar están relacionadas con los empleos que tuve. Pues ha sido en el puesto de trabajo donde se me ha explotado, humillado, ofendido, engañado, menospreciado, acosado y despedido. Y no sólo me ha ocurrido a mí, también lo he visto sufrir a compañeros y amigos, y hasta en mi propia familia. En la montaña, por el contrario, la dureza forma parte de su misma esencia, está en su propia naturaleza salvaje, no se trata de un daño interesado ni deliberado. Pero en el trabajo no sucede así, nunca sucede así.

Soy un escritor realista en cuanto que me interesa la vida y la condición humana. Me cuestiono la realidad que me rodea, y de las respuestas a mis preguntas, surgen estas reflexiones, mis pensamientos escritos. A muchos quizás les parezca que me intereso demasiado por los males que asolan al ser humano, que me centro en exceso en la miseria, el caos y la opresión de este mundo, como si no hubiera suficiente belleza y armonía, y además en términos sencillos y directos, con violenta radicalidad muchas veces. De forma extrema. Y lo asumo. Cuanto más viejo, más radical y más libre.

Escribo acerca de la vida y la verdad, pero una vida y verdad en minúscula, la vida y la verdad que percibe y siente un hombre normal, una persona cualquiera, uno de tantos, uno de muchos. Soy un tipo común y corriente que se gana la vida como puede. Pero también soy alguien que se ha decidido a escribir sin tapujos lo que piensa y lo que siente.

Escribo al albur de lo que me dicta el momento, sin ningún plan establecido, aunque siempre con sinceridad y profunda convicción, incluso con excesiva crudeza tal vez, pero si mi visión resulta demasiado dura es porque es lo que conozco y me ha tocado en suerte vivir. Es mi experiencia de la vida. No obstante, si pudiera escribir para hacer pensar a la gente, y juntos alzar la voz para protestar, si este libro pudiera proporcionar aliento a alguien, si pudiera transmitir pasión y alegría de vivir a una sola persona, el esfuerzo habría merecido la pena.

Pero no quiero dar la impresión de que solamente me dedico a criticar y a protestar. Hay muchas cosas en este mundo que me gustan y apasionan, aficiones que alientan mi espíritu y alimentan mi imaginación: los libros, el cine, la música, los viajes y los perros son algunas de ellas. Las estimo en lo que valen pues todas ellas han sido muy importantes en mi vida. Siempre me han procurado satisfacción y consuelo, además de contribuir a formarme como individuo.

Estoy convencido de que si algo me salvó el alma en un momento dado de mi errático existir, fue el descubrimiento de la montaña. Me convertí, un poco tardíamente y gracias a mi hermano, en un entusiasta montañero. Durante años, no había cansancio, madrugón ni frío o calor suficiente para alejarme de las cumbres nevadas. Allí encontraba la libertad y la serenidad que le faltaba a mi existencia.

A la menor oportunidad me calzaba las botas, cargaba la mochila al hombro y desaparecía en la montaña durante varios días. Me encantaba acampar de noche al aire libre, bajo un negro cielo cuajado de estrellas brillantes, tan cercanas que casi podía tocarlas con los dedos. Me gustaba sentir la nieve bajo los pies. Y tras ascender un tramo duro y extenuante, no había nada como alcanzar la cima una mañana radiante de sol, reír un poco y respirar hondo hasta llenar los pulmones de aire puro, y luego sentarme a descansar con las piernas colgando en el vacío, liar un cigarrillo y fumar tranquilamente, mientras me dejaba acariciar por la cálida luz del sol y contemplaba en silencio el extraordinario panorama de grandes nubes y escarpadas montañas que se abría ante mis ojos. No existía sensación mejor, más serena, clara y libre que aquella. La montaña hizo de mí un hombre mejor. Al igual que lo han hecho libros, películas, música y perros, sin olvidar también algunas buenas personas, vivas y muertas.

Amo con pasión las montañas, los paisajes nevados, los senderos boscosos, los árboles y los ríos. Sin embargo, por ironías del destino, he de vivir en un lugar de La Mancha llano, seco y sin una mala sombra; afortunadamente, la monotonía del paisaje de las tierras del Quijote queda compensada por unos cielos de gran belleza.

Y no sé si afectado por la misma locura que aquejaba al noble caballero andante, pero yo también persigo un sueño: el ideal de un mundo más justo y humano para todos. Mi hacha de guerra es la palabra. Y como tal quiero blandirla, haciendo tajos con cada frase. De ese ardor, de esa insatisfacción, de ese anhelo por una vida más digna y libre, ha nacido este libro. En él vierto mis críticas hacia todo aquello que considero malo e injusto, y trazo a veces, cuando me dejo llevar por el viento de la ilusión, mis esperanzas de un futuro mejor.

Mi mayor aspiración en la vida es la libertad. Con un único límite, no perjudicar a ningún ser vivo. Siempre he querido ser libre. Y no obstante, continuamente me ha acompañado la sensación de arrastrar unas cadenas. He querido librarme del colegio, la universidad, el ejército, el trabajo, las convenciones sociales, los compromisos, las tradiciones y las viejas e inútiles ideas que quisieron que aceptara como si fuera oro puro, cuando no era más que pirita, el oro de los tontos. No quiero decir con esto que los que siguen estos hollados senderos sean estúpidos. Ni mucho menos. Sólo afirmo que cada persona debe buscar su propio camino en la vida. Y en la mía, una existencia convencional no era parte de mi destino. Quizás no haya vivido las aventuras que soñaba de niño, pero he tenido una vida bastante plena hasta ahora y me llevaré mucho bueno que recordar al otro mundo.

Como amante de la libertad, declaro con orgullo mi espíritu libertario. A mi entender, el anarquismo es más que una ideología política. Es una filosofía de vida. Una actitud que influye, más allá del pensamiento, en el comportamiento humano. Un anarquista es una persona cuya conducta personal se fundamenta en la dignidad y la libertad. Para él y para todos los demás. A un anarquista se le reconoce más por su forma de actuar que por sus ideas. Y si es alguien coherente consigo mismo tratará de llevarlas a la práctica en la vida diaria. La auténtica revolución se produce en su interior.

Sin embargo, como seres sociales que somos, la libertad y la dignidad personal de cada uno se hallan comprometidas con las del resto de la gente. Pero en una sociedad tan injusta y competitiva, en un mundo donde impera la pobreza, la opresión y la violencia, causa directa del estado crónico de injusticia social en que se debate la humanidad entera, resulta muy difícil vivir según el ideal anarquista. Por esta razón, el anarquismo reclama cambiar no solo las relaciones humanas, sino también las estructuras sociales. Y aunque se persigue la utopía como ideal, el anarquismo invoca una vida diferente que es preciso vivir en la existencia cotidiana de cada día.

De manera que esta es la voz que oirán. La voz de un simple trabajador. Quizás no sea la voz de todos, pero es la voz de muchos. Es la voz de los sin voz. Es la voz de los que nunca son escuchados Es la voz de todos aquellos que tienen que trabajar duramente para ganarse la vida. Es la voz de protesta de los que continuamente son engañados, explotados, humillados, ofendidos y hasta muertos. Es la voz que clama en el desierto. Es la voz de uno de nosotros, la voz de la gente humilde y trabajadora. Somos multitud y movemos el mundo. Somos la sal de la tierra.

Nada más.
¡Salud y alegría!

Biografía del autor

 
J. Caro es un autor novel, aunque tiene ya una amplia y variada obra escrita : novelas, relatos, cuentos y microcuentos, poesía, ensayos y guiones de cine y cómic.

Mientras escribía, se ganaba la vida desempeñando numerosos y dispares oficios. Pensamiento subversivo es el primer volumen de una colección de aforismos filosóficos de carácter combativo, personal y libre. Mientras escribía, se ganaba la vida desempeñando numerosos y dispares oficios. Pensamiento subversivo es el primer volumen de una colección de aforismos filosóficos de carácter combativo, personal y libre. J. Caro es un autor novel, aunque tiene ya una amplia y variada obra escrita : novelas, relatos, cuentos y microcuentos, poesía, ensayos y guiones de cine y cómic.


 

Soy un trabajador por necesidad. Y además, por aficción, escritor y montañero. Y de la unión de todo ello ha nacido este libro. La idea original surgió, así como parte de su escritura, en la libertad y la soledad de las montañas, liberado de la esclavitud del trabajo.