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VIAJEROS A LA MECA

Los años pasados en la India habían capacitado a Richard Burton para viajar a estas dos ciudades musulmanas prohibidas, de las que apenas se sabía nada en Occidente. Sin embargo, no fue el primer europeo que consiguió visitar las ciudades prohibidas de Medina y La Meca, como insisten en declarar algunos textos, con frecuencia ingleses.

 
L os años pasados en la India habían capacitado a Richard Burton para viajar a estas dos ciudades musulmanas prohibidas, de las que apenas se sabía nada en Occidente. El plan había ido cobrando forma mientras recorría disfrazado la región islámica de Sind, y a continuación se había preparado a conciencia para la tarea mediante el estudio y la práctica de las costumbres islámicas, incluyendo hacerse circuncidar para reducir el riesgo de ser descubierto. Esta aventura haría célebre a Burton.

Sin embargo, no fue el primer europeo que consiguió visitar las ciudades prohibidas de Medina y La Meca, como insisten en declarar algunos textos, con frecuencia ingleses. Aunque nuestro protagonista quede momentáneamente apartado del centro de atención, abramos aquí un breve paréntesis sobre esta confusa cuestión que no parece contar con el consenso unánime de los historiadores. El relato nos permitirá a su vez presentar de manera sucinta a una serie de aventureros excepcionales —todos ellos podrían figurar con absoluto merecimiento en la breve galería ofrecida en las páginas de esta obra— que lograron entrar en las dos urbes más sagradas y protegidas del islam, de las que solo los más afortunados conseguían escapar con vida.

Posiblemente, los primeros fueron el embajador portugués Pero da Covilha (¿1450-1530?) y su acompañante Afonso de Paiva (1460-1491) en el año 1487, cuando ambos servían al rey Juan II de Portugal. Efectuaron un viaje de incógnito a Oriente, disfrazados de mercaderes, para recoger información sobre las rutas comerciales, anticipándose así a las grandes exploraciones marítimas emprendidas por esta nación de navegantes durante las décadas siguientes, una larga travesía de la que, por cierto, nunca regresaron. A su vuelta hicieron escala en la costa etíope. Paiva falleció allí de peste y Covilha se quedó para siempre sirviendo como consejero real en el mítico reino cristiano del Preste Juan.

Les siguió el boloñés Ludovico de Varthema (1470-1517), que entró en La Meca el 18 de mayo de 1503, formando parte de la escolta de soldados mamelucos que defendían la caravana de peregrinos de los ataques beduinos. Soldado de fortuna y audaz trotamundos, además de digno antecesor del propio Burton y aunque mucho menos conocido que su famoso paisano Marco Polo, realizó un fabuloso viaje «para conocer mundo y ver cosas nuevas», según cuenta en su Itinerario, libro publicado en Roma en 1510 con enorme éxito, con versiones en castellano, alemán o inglés desde 1520, obra que el explorador inglés consideraba una fuente de «valiosas notas originales sobre pueblos, modales, costumbres, leyes, religiones, productos, comercio, métodos de guerra».

A finales de 1502, Ludovico zarpó del puerto de Venecia «a la buena de Dios», con destino primero a la ciudad de Alejandría y luego hacia El Cairo. Durante seis años, de 1502 a 1508, viajó contra el sol, recorriendo la Arabia Desierta, la Arabia Feliz, Persia, India, Ceilán, Malasia y las islas de las Especias (las Molucas), donde recogió noticias de «lejanas tierras meridionales» más allá de la isla de Java, es decir, la actual Australia. Regresó a Europa embarcado en una galera portuguesa que primero puso rumbo a Etiopía y, tras bordear el continente africano, que ya entonces contaba con varios fortines en diferentes puntos estratégicos para abastecer y reparar las naves lusitanas, arribó a Lisboa en junio de 1508.

El rey Manuel I, el Afortunado, bajo cuyo reinado tuvo lugar el descubrimiento de Brasil y de la ruta Atlántica hacia las Indias por el cabo de Buena Esperanza, refrendó el nombramiento de caballero que le otorgase el virrey Almeida por sus servicios a la Corona de Portugal en varias batallas contra los mahometanos.

Varthema demostró ser un perspicaz observador de la situación social y política de Oriente. Advierte el declive del comercio en Arabia debido a la nueva ruta marítima que los portugueses habían abierto alrededor de África, provocando el empobrecimiento de este antiguo enlace comercial entre Europa y Asia. Y es el primer occidental que menciona la existencia de las tierras de Oceanía. Muchos de los datos que aporta están corroborados por otras fuentes de la época, como su referencia a la pareja de antílopes que el rey de Etiopía había regalado al santuario de La Meca, a los que confunde con unicornios, o que el cuerpo de Mahoma no estaba enterrado en esta ciudad como se creía, sino en Medina.


 

 
M ás tarde le tocó el turno al marino inglés Joseph Pitts (¿1663-1735?). En 1678, cuando no era más que un muchacho que «deseaba navegar y ver países lejanos», fue capturado por los piratas de Berbería en Argel y vendido como esclavo, se convirtió forzosamente al islam y acompañó a su amo hasta La Meca en 1685. Pitts logró escapar y pudo regresar a Londres, donde publicó en 1704 «la historia verdadera y fiel» de sus quince años de cautiverio, una de las primeras y más fieles descripciones de las costumbres árabes y de la religión musulmana hechas por un europeo.

Posteriormente, sería el español Domingo Badía (1767-1818), agente al servicio de Godoy, bajo el nombre de Alí Bey, príncipe descendiente de un linaje emparentado con el profeta, nada menos. Realizó dos viajes a Oriente entre 1803 y 1807, logrando penetrar en La Meca casi medio siglo antes que Burton, en concreto, el 23 de enero de 1807. Para no desmerecer la antigua tradición de los viajeros escritores, a su regreso a París como afrancesado español en el exilio, dio a la imprenta un libro que fue mucho más apreciado en el extranjero que en España. Burton sigue constantemente los escritos y recomendaciones del catalán reconvertido en mahometano, un personaje insigne que, como tantos otros de la historia española —pienso ahora en su coetáneo Malaspina, por ejemplo—, no obtuvo el reconocimiento que merecía.

Algunas fuentes (Simmons), apuntan a que el joven Dick, durante sus años juveniles en Europa, casi con toda seguridad leyó los Viajes de Alí Bey a África y Asia durante los años 1803 a 1807, publicado con gran éxito en francés el año 1814, y rápidamente traducido al inglés, alemán e italiano, y algo después al español, pese a que fueron estos últimos quienes sufragaron los cuantiosos gastos del viajero, que se desplazaba a lo grande, acompañado en todo momento de una fuerte escolta y numerosos sirvientes. La genial idea del disfraz le fue copiada entre otros por el explorador inglés.

No todos tuvieron la suerte de regresar vivos. El botánico y médico alemán Ulrich Jasper Seetzen había pasado años viajando por Oriente y sabía árabe antes de visitar Medina y La Meca en octubre de 1809, a donde llegó disfrazado de mendigo musulmán. Poco después, en septiembre de 1811, partió de Moca con la intención de llegar hasta el puerto de Mascate, en el golfo de Omán, pero fue hallado muerto días más tarde, al parecer envenenado por orden del imán de Saná, capital de Yemen.

Sin precisar la fecha exacta, en el apéndice del libro que dedicó a narrar este viaje, Burton menciona a un tal Giovanni Finati, natural de Ferrara, como integrante de la lista, al que describe como un mercenario y desertor de incierta y errabunda existencia. Estando en Alejandría se alistó en el ejército otomano como voluntario albanés con el nombre de Hayi Mohammed. Luchó en la campaña egipcia contra la secta fundamentalista de los wahabíes por la recuperación de Medina y La Meca, circunstancia que posibilitó que pudiera conocer las dos sagradas ciudades cuando fueron reconquistadas en 1812 para el imperio Otomano. De vuelta en El Cairo, acompañó al inglés Bankes por el alto Egipto y Siria, Kurdistán y Arabia, regresando juntos a Londres, donde Finati dictó sus memorias en italiano y Bankes las tradujo al inglés.

El siguiente sería el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt (1784-1817), que viajaba comisionado por una organización británica con el objetivo de averiguar el origen del río Níger y la localización exacta de la mítica ciudad de Tombuctú. La Asociación para la promoción del Descubrimiento de las Partes Interiores de África, o Asociación Africana —como era más conocida esta entidad fundada en Londres el 9 de junio de 1788—, supuso el comienzo de la exploración europea en África, llegando a organizar más de treinta expediciones antes de integrarse en la Real Sociedad Geográfica.

Burckhardt se había islamizado y curtido físicamente, adoptando la identidad de Ibrahim ibn Abdallah, como preparación para «viajar al interior de África a través de los desiertos libios». Luego permaneció durante dos años y medio en Siria para mejorar su conocimiento de la lengua árabe y del carácter y tradiciones de la sociedad islámica, en un intento de adaptarse a las duras condiciones que le aguardarían después.

Decidió probar su nueva identidad realizando previamente un extenso periplo por Egipto, Tierra Santa y la península Arábiga, durante el cual descubrió las ruinas de la milenaria ciudad de Petra en 1813, y aprovechó para entrar en La Meca en el año 1814, donde viviría tres meses, tomando abundantes notas de la ciudad santa.

También tiró de pluma y nos dejó la narración de sus viajes, un testimonio detallado de cuanto observaba, y la más exhaustiva y documentada descripción del Hiyaz (región occidental de la Península Arábiga, junto al mar Rojo, cuyas poblaciones más conocidas son La Meca y Medina), que se convertiría en lectura esencial para todos los interesados por el mundo árabe.

Desgraciadamente no llegó a ver el Níger ya que murió de disentería en El Cairo en 1817, a los 33 años, mientras completaba los preparativos para adentrarse en el continente negro. Por decisión propia fue enterrado en el inmenso cementerio cairota de La Ciudad de los Muertos con el nombre musulmán que había elegido para realizar sus viajes.

El más desconocido es Georg August Wallin, un orientalista y explorador finés nacido en la isla báltica de Aland en 1811. Estudió lenguas orientales en la universidad de Helsinki y, con el nombre de Abd Al-Wali, viajó como musulmán por Arabia, Palestina y Persia, visitando La Meca en 1845. En 1850 regresó a Europa, donde publicó sus Notas de viaje gracias al patrocinio de la Royal Geographical Society. Graves problemas de salud le impidieron continuar con sus viajes por Oriente, como pretendían tanto la Royal Society como la Sociedad Geográfica Rusa, y regresó a Finlandia, que formaba parte del Imperio Ruso. Nombrado profesor de Literatura Oriental en la universidad de Helsinki, pudo ejercer durante poco tiempo el cargo, ya que falleció prematuramente a los 40 años de edad, en 1852.

Pero de todos ellos, el peregrinaje personal de Burton, llevado a cabo entre 1851 y 1853, sigue siendo el más famoso y el mejor documentado. A pesar de los antecedentes habidos, el acceso a las ciudades santas de Medina y La Meca continuaba siendo muy expuesto y temerario. El mayor riesgo lo suponía su condición de occidental, algo de lo que Burton era perfectamente consciente. Como él mismo escribió: «Aunque ni el Corán ni el sultán piden la muerte del judío o cristiano que traspasen las columnas que denotan los límites del santuario, nada puede salvar a un europeo descubierto por el populacho o a uno que tras la peregrinación se ha mostrado a sí mismo como infiel».

Para poderla llevar a cabo con ciertas garantías de seguridad personal, durante la peregrinación adoptó distintas apariencias que debía representar de manera absolutamente fidedigna, sin ofrecer la más mínima duda, de manera que le permitiese pasar totalmente desapercibido. Su propia vida estaba en juego. Por lo tanto, no bastaba tan solo con disfrazarse y vestir ropajes orientales, teñir su piel con alheña y haberse hecho circuncidar, sino que debía asumir y encarnar una personalidad real, la de un auténtico musulmán. Tenía que familiarizarse con las costumbres y usos que componen una cultura, algo intangible que denota la pertenencia a una determinada comunidad, y que incluye cosas tales como aprender a comer, a moverse, a gesticular y a rezar como uno de ellos, de forma completamente natural. Incluso beber un simple vaso de agua, señala Burton, es un acto diferente; un occidental se bebe el líquido sin más, mientras que el musulmán indio lo traga al tiempo que profiere una serie de jaculatorias de agradecimiento.

Para conseguir semejante metamorfosis, además de estudiar minuciosamente las prácticas y tradiciones árabes, elegía con sumo cuidado el nombre, la nacionalidad, procedencia regional o comarcal (como la de pastún, una etnia afgana asentada en la India que tenía una lengua y unas tradiciones religiosas típicas, escogida a propósito para justificar cualquier peculiaridad que lo distinguiera del resto de los árabes), incluso la estirpe de su clan o tribu, la descendencia familiar y la clase social a la que pertenecía, sin descuidar adquirir los rudimentos del oficio que asumía. Al final, como remate de su transformación, dotaba a su personaje de un temperamento peculiar, que le confiriese carácter y vida. La cuestión estribaba en «interpretar un papel hasta que, por la fuerza de la costumbre, se convierte en realidad». Y así, quien embarcó en el vapor Bengal, con destino a La Meca, no sería ya el intruso inglés Richard Burton, sino el peregrino musulmán Mirza Abdullah, médico y derviche afgano.

El explorador Richard F. Burton y otras vidas de aventura - J. Caro (Editorial Letrame)

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