Esta es la rutina que nos acompañará durante toda la travesía. Coger nieve y derretirla para llenar los termos con bebidas solubles. Agua para el desayuno. Agua para mal fregar los platos. Agua para lavarnos los dientes. Constantemente hay que recoger nieve y derretirla. Todo esto supone consumir combustible, porque no siempre podemos usar las estufas de leña, así que el aseo personal está limitado a lo que buenamente haga cada uno, en mi caso empleando unas toallitas húmedas.
El desayuno es otro de los momentos de reunión. Andrea y Charo siempre son las más animadas a esas horas. Hay que alimentarse bien ya que no volveremos a tomar un bocado en condiciones hasta que lleguemos a la cabaña. Yo desayuno un cacao caliente, galletas con mantequilla y una rebanada de pan de molde con un poco de fiambre.
Desmontamos las tiendas y las cargamos junto con la cocina, ollas, las pesadas bolsas de comida y demás pertenencias en los trineos. Cortamos leña, ya que es norma, antes de abandonar cada cabaña, dejarla provista con una pequeña pila de madera junto a la estufa. Buena costumbre. Lo último que desearía en un día de perros al llegar es ponerme a cortar leña.
También limpiamos lo mejor posible el interior y procuramos enterrar o esparcir cualquier signo de nuestra presencia en dicho lugar. No sé si se hace por civismo, que me parece bien, o porque intentan minimizar la presencia de la agencia ante posibles problemas que tengan con el gobierno finlandés o el gestor del parque. El hecho de no poder dormir en las cabañas es prueba de ello.
Nos equipamos. Las botas por el momento están resultando perfectas. Frías al principio, pero no calan y resultan muy cómodas y calientes.
La que no está pasando la prueba es mi vieja chaqueta de Solo Climb. Problemas con las cremalleras. Ya hace tiempo tuve que sustituir uno de los bolsillos. Ayer se me rompió la otra cremallera y he tenido que cegar el bolsillo con hilo. Suerte que no dejé mi bolsa de supervivencia, donde llevo un kit de costura entre otras cosas.
La cremallera central también me da problemas, aunque de momento resiste. Sería un verdadero contratiempo que se me rompiera, no lo quiero ni pensar. No tengo prenda impermeable de repuesto y en caso de nevada o fuerte ventisca me vería bastante expuesto. Me imagino que improvisaría algo.
Sobre las 11,00 horas comenzamos la segunda etapa. Vuelvo a colocarme detrás de Jaime con el pulka listo. Pesa como un condenado y sumado a la carga de la mochila, calculo que debo portear alrededor de unos 50 Kg.
Hemos decidido alternar chico y chica como compañeros, salvo Fede que se queda con Andrea, que es infatigable. Menudo acierto contar con ella.
Andrea es una chica menuda, rubia, con ojos azules y un espíritu aventurero. Tiene unos 40 años y a lo largo de su vida ha trabajado de albéitar en Inglaterra y Dinamarca. También trabajó en México en un acuario realizando labores de veterinaria o cualquier cosa que la echaran. Navega, bucea y hace espeleología. Durante los últimos años actuó como organizadora de monitores en la Ruta Quetzal. Ahora compagina su trabajo de coordinadora de Groenlandia para Tierras Polares con hacer de guía en algunas de las rutas de la agencia.
En esta travesía, aunque viene a título particular, su entusiasmo la lleva a ser la ayudante del guía. Siempre dispuesta para ayudar en lo que sea.
El día vuelve a ser claro y despejado. Eso hace que resulte más frío. De nuevo no me la juego y me pongo las manoplas desde el principio.
La ruta transcurre entre altísimos pinos de ramas flácidas por el peso de la nieve, que dejan filtrar los rayos del sol, sorteados de algún que otro abeto blanco de los que Jaime arranca parte de la corteza para utilizarla como yesca con la que encender el fuego.
No hay mucho que observar ya que la espesa arboleda nos cubre completamente, tan sólo de vez en cuando se abre un claro que nos permite poder contemplar la hermosa espectacularidad del entorno.
Enseguida tenemos que cruzar un puente colgante de madera no muy complicado, ya que la malla que tiene a los lados hace imposible que la carga caiga fuera. Tan solo requiere un poco de impulso para subir las escaleras de acceso, con el compañero atento al pulka mientras sujeta la cuerda de popa.
El trayecto es cómodo, con alguna que otra subida o bajada según la irregularidad del terreno. En los cuestas, Sara, que ya se convertirá en mi compañera hasta el final, me ayuda empujando el pulka desde atrás con sus bastones, mientras en los descensos frena o controla con la cuerda.
Detrás de nosotros, Charo y Marco por un lado, seguidos de Andrea y Federica. Jaime siempre está en cabeza siguiendo las marcas amarillas pintadas en los árboles. Es imposible perder el sendero ya que se encuentra muy bien señalizado, con la ventaja añadida de que una moto de nieve nos está abriendo la senda. Según Jaime, pueden ser los guardas o los reneros, ganaderos que cuidan de sus renos en libertad y que son los únicos autorizados a transitar con motos de nieve. Pero tampoco hay que fiarse pensando que sigue la senda, por momentos se desvía de las marcas y es posible perderlas.
La ruta transcurre con paradas ocasionales para tomar un respiro, hidratarnos con bebidas y comer alguna barrita. A mitad de trayecto hacemos el relevo en el acarreo, y ahora serán Marco, Sara y Fede quienes tirarán de los pesados pulkas.
Mientras no sea necesario ayudar a Sara, Jaime me ha pedido que vaya detrás de él para asentar más la nieve. El excesivo peso, la nieve blanda y el uso de las raquetas, hace que un trayecto corto de 5 kilómetros suponga más de 6 horas en llegar hasta la cabaña Taivalkongas. Como remate de la ruta de hoy, tenemos que descender una zigzagueante escalera de madera de unos 20 o 25 metros que da acceso a nuestro refugio.
Andrea baja primero y ella es la que recibirá los pulkas. Los demás ayudamos a Jaime desde arriba utilizando una cinta a modo de anillo que pasa alrededor de un árbol, un mosquetón y la cuerda con un nudo dinámico.
Me siento bien en este tipo de terreno gracias a mis pateos en terreno nevado desde hace años, lo cual me convierte, junto a Jaime y Andrea, en uno de los que más familiaridad y mayor confianza tenga para moverse. Desde el inicio me pongo a disposición de Jaime para cualquier cosa. Andrea valora mi disposición y mi buen hacer.
La paz y tranquilidad que me invade durante el trayecto, ya que apenas hablamos, es interrumpida por los constantes chistes de Jaime, que parece aunar en su personalidad al explorador y al bufón.
Charo y yo, como buenos españoles, apenas chapurreamos algo del atravesado idioma de Shakespeare, lo que es una pena, ya que supondría una alternativa para poder comunicarnos con los italianos. A pesar de la similitud de ambas lenguas romances provenientes del latín, nos cuesta entendernos entre nosotros en ocasiones. No obstante, intentamos que participen de nuestra conversación. Dicen que entienden bastante bien el español, incluso Fede lo está estudiando, pero no creo que comprendan las bromas y los juegos de palabras.
Ha sido una jornada suave y no muy larga. Jaime nos está metiendo el miedo en el cuerpo con la siguiente, de 17 kilómetros. El temor es porque si los 5 km de hoy ya se nos han hecho suficientemente agotadora, la distancia a cubrir mañana puede resultar un tormento. Pero no adelantemos acontecimientos. Lo primero es elegir un lugar donde colocar las tiendas y aplanarla con las raquetas puestas para conseguir una superficie lo más cómoda posible para dormir.
Luego comienza el ritual. Me quito las raquetas y las dejo clavadas en la nieve. Dentro de la cabaña me despojo de las botas, ya un poco insufribles por las horas de caminata. Cuelgo los pantalones y la chaqueta técnica para que se sequen, así como las polainas y las manoplas. Me pongo sobre las mallas y la camiseta técnica, que se han convertido ya en mi segunda piel, el pantalón y la sudadera de forro polar, dejando a mano la chaqueta de plumas, y me calzo unas cálidas botas de refugio. Toda la vestimenta usada durante la travesía cuelga de cuerdas y clavos dentro de la cabaña, como si estuviéramos ahumando salmón.
Toca comer. De nuevo los consabidos preparados instantáneos, calientes y rápidos de hacer, para entrar en calor y recuperar fuerzas, junto con fiambre, queso y pan.
Jaime, como siempre, se ocupa de la cocina. Utiliza un hornillo Jetboil, el cual lleva incorporado un recipiente que calienta el agua, compuesto por una sola pieza. Curioso artilugio. Según comenta, calienta más rápido los líquidos porque únicamente sirve para eso. Como combustible emplea pequeños bidones de gasolina inyectable a presión que hay que rellenar.
Tras descansar un rato nos disponemos a preparar la cena. Estoy hambriento. Apenas hemos parado durante el trayecto y, salvo el consumo que cada uno haga de su lote de barritas energéticas o de frutos secos, no hemos probado bocado alguno más. Todo entra bien, sin importar el sabor o lo condimentado que esté. Incluso la mal fregada taza que uso mezcla los sabores de la bebida de turno con la de la pasta de dientes. Esta noche el menú consiste en puré de patatas con salchichas que las chicas preparan en el fuego de la chimenea a modo de pincho moruno.
Estamos reunidos en torno a una estrecha mesa de madera, con la única luz de varias velas y de nuestros frontales. El líquido soluble parece la bebida de la casa. Ya empiezo a estar harto de tanto líquido caliente, la única forma de ayudar a beberlo es añadiendo puñados de nieve y de eso hay a patadas.
Después de cenar, lavo lo mejor que puedo o me permite el escaso agua de que disponemos mi plato y mis cubiertos, teniendo la precaución de tirar el sobrante sucio lejos de la cabaña y tapar con nieve las rastros.
Esa noche tenemos sesión de nudos y aseguramientos con cuerda. Jaime nos explica cómo realizar el 8, el 9, el nudo dinámico, el machard, cómo hacer un arnés de fortuna con una cinta y el método de rapelar utilizando la cuerda sin arnés. Hace tiempo que no practico los nudos, pero una vez recordados, la cosa es fácil. Al contar con cierta experiencia previa, ayudo a Charo y Sara a la hora de elaborar los suyos. Se han unido a la clase los alemanes invitados por Jaime.
En esa estamos, cuando Fede entra en la cabaña y grita ¡Aurora! Charo sale como loca ¡Aurora! ¡Aurora! Todos salimos fuera de la cabaña.
Las famosas auroras boreales eran algo que habíamos comentado desde el inicio del viaje como uno de los mayores intereses de la travesía. La posibilidad de ver estas luces tan singulares no siempre es posible, ya que dependen de las condiciones atmosféricas. Los demás han sido testigos de otras en sus viajes. Sin embargo, es mi primera aurora polar.
Una estela verde de formas ondulantes, bailando en la oscuridad de la noche. No se trata de un fenómeno estático, tiene vida propia. No dura mucho, apenas unos minutos. Estamos expectantes por si vuelve aparecer. Charo es la que más entusiasmo demuestra. Comenta que una vez que aparecen no es raro que vuelvan y que, lamentablemente para mí, las hay de mayor intensidad y color.
Las auroras boreales son todo un espectáculo, cuyo singular efecto lumínico se produce debido a las ráfagas de viento solar emitidas por el sol sobre la atmósfera terrestre. Durante el invierno lapón es frecuente poder observar las Luces del Norte, siempre y cuando el cielo esté despejado.
Permanezco un rato contemplando el firmamento mientras me lio un cigarro con los dedos ligeramente entumecidos por el frío. La fortuna de haber podido presenciar una aurora boreal, aunque pálida y menos espectacular que otras, me hace sentir consciente de dónde estoy.
Poco después todos nos retiramos a descansar.
Marcos me ha dicho que la pasada noche tuvo frío en el extremo de la tienda, así que le cedo el lugar central, de todas formas prefiero uno de los laterales. Hoy le ha costado seguir el ritmo cuando lo tocaba tirar del pulka y, varias veces, he tenido que decirle a Jaime que nos detuviéramos para esperarlo.
De nuevo en la minúscula tienda roja. El cansancio hace mella. Ya nadie sale al exterior a ver si hay más auroras.