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MI JAPONISMO PERSONAL

Primero fue el cine, más tarde llegó la literatura, después la música, y ahora, por último, la pintura. Aunque algo tardía, la pasión que siento por la cultura japonesa (y, por extensión, de todo aquel lejano y exótico país), ha supuesto para mí una extraordinaria y asombrosa revelación.

 
J apón permaneció encerrado dentro de sus fronteras durante siglos, sin apenas contacto con el mundo exterior. Luego, la apertura forzada de sus puertos y ciudades principales al comercio, en las últimas décadas del siglo XIX, provocó un intercambio cultural recíproco. Los japoneses emprendieron una audaz y vertiginosa carrera por modernizarse, sobre todo en los aspectos tecnológicos, aplicados tanto a la vida civil como a la militar. Por su parte, Occidente recibió la influencia nipona a través de una corriente artística conocida como “japonismo”.
Este corto y apresurado resumen me vale de excusa para hablar del proceso personal de “japonismo”, podríamos denominarlo así, en que me encuentro inmerso desde hace años. Primero fue el cine, más tarde llegó la literatura, después la música, y ahora, por último, la pintura. Aunque algo tardía, la pasión que siento por la cultura japonesa (y, por extensión, de todo aquel lejano y exótico país), ha supuesto para mí una extraordinaria y asombrosa revelación.
Todo empezó con las películas del gran Akira Kurosawa. Durante un tiempo no hubo más. Cuando era joven, el resto del cine japonés, sobre todo si era en blanco y negro y además subtitulado, me aburría horrores. Sin embargo, pasados los años, un buen día, casi por azar, tuve la fortuna de descubrir a Mikio Naruse. Por alguna razón, no goza de tanto prestigio como Ozu o Mizoguchi, pero sin duda se encuentra a la altura de los principales directores japoneses. Naruse me sirvió además de puente para conocer el maravilloso cine japonés que se hizo en la época dorada que va desde la posguerra hasta finales de los años sesenta del pasado siglo XX. Es increíble la enorme cantidad de películas anuales que se rodaban en Japón durante aquel período, y todavía sorprende más comprobar su gran calidad; muchas eran auténticas obras maestras.
Las películas de Naruse poseen una rara sensibilidad y agudeza, como pocas veces he tenido la ocasión de presenciar en el cine. Casi siempre tratan sobre la vida cotidiana de la gente corriente, clase media y baja, normalmente. Las protagonistas suelen ser mujeres sometidas por el peso de las antiguas tradiciones, no solo en el ámbito social sino también familiar, a menudo más hipócrita, intolerante y opresivo. Muchas de ellas fueron interpretadas por la actriz Hideko Takamine, como en Nubes flotantes o Cuando una mujer sube las escaleras.
Rodaron unos quince filmes juntos, la mayoría excelentes. Pero si tuviera que elegir uno, me quedaría con Tormento, película del año 1964, cuya traducción del título japonés Midareru /乱れる, según algunas fuentes, sería en realidad «perder la compostura», «liarse» o «estar desaliñado»; aunque me gusta más la versión en francés: Une femme dans la tourmente, es decir, Una mujer en la tormenta. Su personaje de Reiko está dotada de gran inteligencia, coraje y dignidad, pero aun así vive dominada por el respeto que siente hacia los valores tradicionales de Japón. Su interpretación es tan convincente y conmovedora, tan sugerente y llena de matices, sobre todo durante la memorable secuencia final, -desde el momento que sube al tren y hasta el trágico desenlace-, que, por más veces que la veo, siempre me sobrecoge el alma.
En cuanto a libros de viajes se refiere, hay muchos y variados, unos amenos y esclarecedores y otros aburridos y pedantes. Mi preferido es un pequeño tomo titulado Diario japonés, obra poco conocida a pesar de su indudable valía y originalidad. Supongo que dicho desconocimiento se debe a la visión tan distinta y alejada de la habitual que ofrece sobre la sociedad nipona, sujeta con frecuencia a tópicos y estereotipos. El anarquista, viajero y escritor español Víctor García realizó en 1957 un largo periplo por Asia, “unas veces a pie, otras a caballo, otras en bicicleta, otras en motocicleta, otras en coche, otras en ferrocarril, otras en avión…viviendo mientras tanto en cada trecho del camino de su propio trabajo, casi siempre manual, y operando en los oficios más duros que le salían al encuentro…”. El autor se alojó con japoneses libertarios, con los que se entendía en esperanto, y estos le mostraron, junto con los lugares históricos tradicionales, un Japón desconocido, el de los barrios obreros y los sindicatos mineros.
No recuerdo ahora cuándo empecé a leer a Osamu Dazai, pero en cualquier caso supuso un feliz descubrimiento. Me gustan especialmente sus cuentos autobiográficos. El relato que hace de su vida se encuentra teñido de un amargo pesimismo, salpicado a veces de humor negro. Un espíritu libre como el suyo no encajaba en las rigurosas normas sociales de su época. Era bebedor, bohemio y suicida reincidente, aunque también un escritor lleno de talento y osadía.
Confieso que la música japonesa, al principio, me parecía insoportable. La asociaba con la cargante y aburrida flauta zen de sus temas tradicionales. No obstante, después tuve la suerte de poder escuchar algunas canciones “enka”, y todo cambió.  Una de las que me abrieron la puerta fue Akemi´s poems, de la cantante Seki Taneko. Pese a no entender la letra, expresaba una tristeza y melancolía que estaba muy acorde con el ambiente que me rodeaba.
Cuando la escuché por primera vez, era invierno y estaba solo, cosas todas ellas que, en lugar de deprimirme, como le ocurre a tanta gente, a mí, en cambio, incluso me alegran el ánimo. Me gustan los días grises y fríos, los días lluviosos y de tormenta, los días de nieve, los días que amanecen envueltos en la bruma y la niebla. Me agrada el mal tiempo, qué le vamos a hacer. Hay males peores. Y, por otro lado, la soledad, siempre y cuando no sea prolongada ni forzosa, tampoco me preocupa. Por lo general, soy buena compañía para mí mismo y me entretengo con facilidad yo solo.
Mi hallazgo más reciente ha sido la estampa “ukiyo-e” (que al parecer significa “imágenes del mundo flotante”), un tipo de grabado en madera que destaca por la simplicidad de su dibujo y el bello colorido. Los pintores impresionistas franceses fueron los primeros en apreciar los grabados japoneses. Acostumbrados a las normas académicas del clasicismo europeo, la pintura japonesa resultaba más libre y atrevida, menos apegada a las normas y a la realidad. La serie de cuadros de almendros de Van Gogh o de nenúfares de Monet, o los puentes sobre ríos de ambos, dan muestra de la considerable influencia que ejerció en el arte europeo de su época.
En la actualidad, los grandes maestros japoneses de la pintura son ya reconocidos en el mundo entero. Sin embargo, mi predilecto sigue siendo Kawase Hasui, de menor fama. Aunque se trate de meras láminas de papel, sus bellas y evocadoras imágenes, me dejan totalmente fascinado. No puedo evitar quedarme embelesado mientras observo cada detalle, la armonía del color, la habilidad del trazo. Son de esas pinturas que a uno le gustaría tener en casa para poder recrearse en ellas a diario, como hizo Monet en Giverny, al decorar las paredes de su casa con los grabados de Hiroshige y Hokusai que coleccionaba.
En fin, podría citar muchas otras de una larga lista que se ha vuelto ya casi innumerable, pero estas son algunas de mis obras japonesas favoritas. Puede que no sean las mejores, ni las más importantes y representativas en sus diferentes ámbitos artísticos. Sin embargo, son las que me gustan a mí. Las que se han hecho un hueco en mi mente. Aquellas que, de alguna manera, me han llegado a tocar el corazón con mayor intensidad.  No puedo decir nada que exprese de forma más apropiada la profunda admiración y el enorme placer que me producen. Gracias mil.

 

 

 

 

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