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LA GUERRA DE CRIMEA

La guerra de Crimea (1853-1856), considerado el conflicto bélico más importante del siglo XIX, enfrentó a Rusia contra una coalición formada por el Reino Unido, Francia, Cerdeña y el Imperio Otomano, saldándose con la derrota rusa.

 
L as aventuras africanas de Richard Burton pasaron casi inadvertidas para la prensa y el público inglés, más interesados en el estallido de la guerra de Crimea (1853-1856), considerado el conflicto bélico más importante del siglo XIX. Enfrentó a Rusia contra una coalición formada por el Reino Unido, Francia, Cerdeña y el Imperio Otomano, saldándose con la derrota rusa. El pretexto que desató el enfrentamiento fue la custodia de los Lugares Sagrados cristianos en Palestina: el templo del Santo Sepulcro en Jerusalén y la basílica de la Natividad en Belén, que dividía secularmente a católicos y ortodoxos. Aunque la rivalidad entre las diferentes congregaciones había ido en aumento a medida que afluía un número mayor de peregrinos a Tierra Santa, en el fondo, más que una cuestión religiosa, se dirimió una mezcla de intereses territoriales, económicos y estratégicos. El Imperio Otomano se hallaba en decadencia y las potencias europeas temían el avance del imperio ruso en Asia. A finales del siglo XVIII, tras la guerra ruso-turca de 1768-1774, los otomanos habían perdido los territorios al norte del mar Negro, entre ellos Crimea, una península situada en Ucrania. En septiembre de 1854, los ejércitos aliados navegaron hasta sus costas. Las tropas fueron transportadas en buques de vapor, más fiables y seguros que los barcos de vela.

La Guerra de Crimea fue el primer ejemplo de una guerra verdaderamente moderna e industrializada, en la que se combatió con nuevas tecnologías: el barco de vapor y el ferrocarril; además de innovaciones importantes en materia de comunicaciones, como el telégrafo, que permitía enviar una noticia a gran distancia con enorme rapidez. Otros inventos pacíficos se usarían por primera vez con fines militares, como el reloj, que eran ya lo bastante precisos para permitir sincronizar los ataques, práctica que se haría muy común en el futuro en todos los frentes de batalla.

El ejército zarista estaba armado con mosquetes muy semejantes a los empleados antaño contras las tropas de Napoleón, y su alcance efectivo no llegaba a los 200 metros. En cambio, los aliados contaban con una nueva arma, el fusil Minié, que tenía un alcance de tiro de 450 metros, casi tres ves más que los mosquetes rusos.

Al estallar la guerra, el ejército británico estaba en medio de una importante transición de armamento, de los mosquetes de ánima lisa a los fusiles de avancarga. Tres de las cuatro divisiones desplegadas en Crimea habían sido equipadas con el fusil Minié Modelo 1851, un fusil de avancarga francés, cuyo eficaz diseño influyó en el desarrollo de varias armas similares. Otra nueva arma de infantería ampliamente utilizada en dicha guerra fue el fusil Enfield Modelo 1853, parecido al Minié, que vino a sustituir al antiguo fusil Baker de chispa, utilizado por los regimientos de fusileros británicos durante las guerras napoleónicas.

Hasta entonces, las balas tenían que ser embutidas en el cañón con la ayuda de una baqueta, donde el hollín de la pólvora se acumulaba entre las estrías después de pocos disparos y debía ser limpiado. Ambos fusiles empleaban un tipo de bala lo suficientemente pequeño como para ser fácilmente introducida en el cañón y permitir de esta forma una rápida recarga. El estriado del ánima del fusil impartía un movimiento de rotación a la bala que incrementó considerablemente su alcance y precisión. El gran calibre de las balas Minié producía terribles heridas. Su principal propósito era causar el mayor daño físico posible, astillando huesos y rompiendo órganos y vasos sanguíneos, heridas muy graves que precisaban con frecuencia la amputación de algún miembro. Con las balas Minié, los británicos y franceses masacraron las filas rusas.

Al mismo tiempo que se introducían esas innovaciones, se trató de la última contienda conducida según las antiguas tácticas de las guerras napoleónicas. El resultado se tradujo en una colosal matanza. Las pérdidas humanas fueron inmensas, sin precedentes históricos. Según los datos aportados por Orlando Figes en su magistral investigación dedicada a la guerra de Crimea, «al menos tres cuartos de millón de soldados murieron en batalla o desaparecieron por las enfermedades y plagas, dos tercios de ellos rusos». Figes continúa su repaso añadiendo: «Nadie ha contado las bajas civiles: víctimas de la metralla, personas que murieron de hambre en las ciudades sitiadas, poblaciones devastadas por las enfermedades propagadas por los ejércitos, comunidades enteras eliminadas en las masacres y en las campañas organizadas de limpieza étnica que acompañaron la lucha en el Cáucaso, los Balcanes y Crimea. Ésta fue la primera “guerra total”, una versión del siglo XIX de las guerras de nuestra propia época, que involucró a civiles e incluyó crisis humanitarias”.

Aunque los aliados avanzaron triunfantes, Inglaterra sufrió cuantiosas bajas por la negligencia de los generales al mando, quizás los más incompetentes de la historia militar, que ya es decir. El mayor ejemplo de negligencia fue la suicida carga de la Brigada Ligera, cuyo general, el inepto y arribista Lord Cardigan, envió en la dirección equivocada, sin apoyo de infantería y desde una zona poco apropiada. Una acción tan temeraria como desacertada.

En el transcurso de la batalla de Balaclava, el 25 de octubre de 1854, cuando el comandante en jefe británico, Lord Raglan, mandó tomar una batería de cañones rusos, se produjo una confusión en la comunicación de órdenes, y la Brigada Ligera atacó frontalmente las posiciones enemigas. Lord Cardigan dirigió a sus jinetes directamente hacia las tropas rusas, formadas por 20 batallones de infantería, más cincuenta piezas de artillería y varios regimientos de caballería cosaca, que estaban desplegadas en ambos lados y al fondo de un estrecho valle. Las baterías rusas arrojaron una tormenta de bombas, metralla y balas sobre la caballería británica que, fiel a sus anticuadas y obsoletas usanzas, avanzó a campo abierto durante casi dos kilómetros, primero al paso, luego al trote y por último cargando al galope contra las mismas bocas de los cañones. La caballería cosaca esperaba detrás y cayeron sobre ellos con los sables desenvainados para rematar la faena, en una lucha feroz cuerpo a cuerpo.

Los afortunados que consiguieron alcanzar las líneas rusas se vieron obligados a retirarse de inmediato, teniendo que pasar de nuevo por el valle de la muerte bajo el nutrido y mortífero fuego enemigo. Fue una carnicería devastadora, que dejó el campo de batalla sembrado de multitud de cadáveres de hombres y caballos, junto a otros muchos que se debatían malheridos o agonizantes. La carga duró aproximadamente unos 25 minutos. De los 673 hombres que componían la unidad, solo 195 regresaron totalmente ilesos; hubo 118 bajas y 247 heridos, junto con 475 caballos muertos y 42 lastimados. La brigada pagó un precio excesivo por su gloriosa carga. Los rusos quedaron tan asombrados por un ataque semejante que estaban convencidos de que los británicos habían actuado bajo los efectos de la bebida.

Los días de la caballería como fuerza de choque habían terminado para siempre, aunque la Brigada Ligera tuvo que perecer casi al completo para demostrarlo. Merece una mención aparte el cruel trato que se dio a los caballos, unas pobres bestias que murieron en grandes cantidades, atrapados en medio de la violencia humana. Aun así, la caballería mantuvo un papel preponderante durante la Guerra de Secesión americana, y la posterior conquista del Oeste.

Esta trágica acción ha pasado a la historia con un halo heroico, aunque también como uno de los mayores ejemplos de incompetencia militar. Pero si aquel gran desastre perduró, se debe, sin lugar a dudas, al famoso poema épico de Tennyson, La carga de la brigada ligera, inspirándose para ello en las noticias que el poeta leyó en el Times. Sus memorables versos se hicieron enormemente populares desde el mismo momento de su publicación en el diario The Examiner, el 9 de diciembre de 1854. El poema de Tennyson causó un formidable impacto en la sociedad británica de la época, hasta el punto de distribuirse en forma de panfleto entre las tropas destinadas en Crimea y hacerse obligatorio su aprendizaje en los colegios ingleses durante décadas. Leído hoy en día, dicha oda al heroísmo militar no despierta tanto entusiasmo, al menos en quien esto escribe. En el fondo glorifica el militarismo más cerril, retrógrado e inhumano, confiriéndole un honor inmerecido a lo que no fue más que una demostración de valentía tan inútil como estúpida.

No, aunque los soldados supieran

que era un desatino.

No estaban allí para replicar.

No estaban allí para razonar.

No estaban sino para vencer o morir.

Por el valle de la Muerte

cabalgaron los seiscientos.

El mando general de la fuerza expedicionaria británica —5 divisiones de infantería, más dos brigadas de caballería, la pesada y la ligera, que sumaban 28 000 hombres—, estaba en manos de Lord Raglan, un veterano general de 66 años, que nunca había dirigido tropas en el campo de batalla, y cuya única experiencia bélica radicaba en haber sido secretario de Wellington, el militar inglés más importante de principios del siglo XIX. Era un hombre diplomático, idóneo para tratar con los jefes aliados, pero totalmente inadecuado para dirigir la guerra.

Por su parte, Lord Lucan, el general de la División de Caballería, tenía experiencia, pero carecía de dotes de mando, sobre todo teniendo cerca a su cuñado, Lord Cardigan, quien hasta ese momento jamás había entrado en acción. Los dos generales, igualmente llenos de arrogancia y estupidez, se detestaban con saña sin ocultarlo, circunstancia que entorpecía el entendimiento profesional entre ambos.

El consejo de guerra posterior eximió de responsabilidades al alto mando. Lord Raglan no llegó a asistir; deprimido profundamente por las críticas de la campaña, había enfermado de disentería y falleció en junio de 1855. Durante el juicio, Cardigan y Lucan sacaron a relucir sus rencores y rivalidades, echándose la culpa mutuamente (además de culpar al mensajero que portó las órdenes escritas de Raglan, el capitán Nolan, el primer muerto de la carga), sin que nunca se llegara a dilucidar quién fue el verdadero responsable. Probablemente, la suma de sus ineptitudes fue lo que provocó la fatal masacre. Un oficial que sirvió con ambos generales apuntó en su diario: «Cuanto más veo a lord Lucan y a lord Cardigan, más los desprecio. Qué ignorancia tan crasa y qué temperamento tan altivo».

Hay que tener en cuenta que, en la Inglaterra victoriana, la jefatura militar se hallaba en manos de los aristócratas que podían comprar los cargos oficiales. Hasta su abolición en 1871, la venta de nombramientos era una práctica común en el ejército británico, de la cual se valió a menudo Lord Cardigan para, sin merecimiento alguno, poder ir ascendiendo en el escalafón. Como podía esperarse con un procedimiento semejante, el ejército inglés estaba lleno de oficiales incompetentes, lo que, sumado a su falta de experiencia en combate, ocasionó importantes derrotas. Además de incompetente, Cardigan era un jefe detestable y arbitrario, con muy mala fama debido a los numerosos abusos e injusticias cometidos contra sus propios hombres. Ninguno de ellos volvió nunca a prestar servicio activo, aunque Lord Lucan sería ascendido a Mariscal de Campo en 1887.


 

 
E l público inglés pudo seguir por primera vez el desarrollo de los acontecimientos gracias a una serie de reporteros de guerra que viajaron hasta la península de Crimea y telegrafiaban las noticias por cable a Londres. Los diarios dieron cumplida cuenta de la acción de la Brigada Ligera, presentándola ante la opinión como una gloriosa y valiente derrota, en lugar de la matanza estéril y absurda que supuso. Los periódicos informaron de la penosa situación de las tropas.

Hasta ese momento eran los propios militares quienes se encargaban de elaborar el relato de lo ocurrido en el campo de batalla. Pero en Crimea emerge una nueva figura clave: el periodista, encarnado en la persona de William Howard Russell, «el primer y más grande» corresponsal de guerra, según su epitafio, o «el mísero padre de una tribu desdichada», como se definió a sí mismo. Los artículos de Russell para el Times de Londres contradecían los partes oficiales. El director del periódico, John Delane, dejó en claro que: «El deber del periodista es buscar la verdad sobre todas las cosas, y presentar a sus lectores, no aquello que los estadistas desearían que conociesen, sino la verdad, hasta donde le sea posible alcanzarla». Posiblemente debido a la novedad de las tecnologías, Russell no sufrió en un principio ningún tipo de censura militar.

La guerra de Crimea fue la primera guerra condicionada por la prensa, que desde finales del siglo XVIII estaba adquiriendo una creciente y notoria importancia. El prestigioso diario The Times, el más leído en Gran Bretaña y con mayor tirada que todos sus rivales juntos, publicó las crónicas de Russell, muy críticas con el funcionamiento de la campaña, ya que dejaban en evidencia al mando, recalcando su incompetencia y describiendo la dura y precaria situación de las tropas. Russell pudo ver el abandono en el que se encontraban los soldados ingleses heridos: «Los muertos tirados por el suelo tal y como habían caído, yacían al lado de los vivos. El hedor era espantoso. Por lo que pude observar aquellos hombres murieron sin que nadie hiciera el menor esfuerzo por salvarlos».

Los despachos de Russell (junto a los de otros corresponsales como Thomas Chenery, redactor también del Times, y Edwin Godkin, del London Daily News) contradecían los partes oficiales e informaron de los atroces sufrimientos de los soldados, así como de la incompetencia y la despreocupación del mando. Sus cruentas crónicas conmocionaron a todo el país. La opinión pública británica estaba indignada y presionó al gobierno para que mejorase los servicios sanitarios en la última fase de la guerra. Para atender a los heridos, se creó el primer cuerpo de enfermeras militares, organizado por Florence Nightingale. Por medio de la limpieza, la higiene y una mejor alimentación, esta admirable mujer redujo considerablemente el número de bajas. Su labor propició la fundación de la Escuela Médica Militar. Pero no fue lo único que consiguieron. A la postre, los críticos artículos de Russell contribuyeron de forma decisiva a la caída del gobierno del primer ministro George H. Gordon, Lord Aberdeen, en febrero de 1855.

De similar importancia fue la introducción de la fotografía con fines informativos. La fotografía se había inventado a principios del siglo XIX, pero no pudo utilizarse como elemento periodístico hasta unos años más tarde, cuando las técnicas de impresión consiguieron incluir imágenes fotográficas en las ediciones de basto papel de los diarios y semanarios de entonces. El fotógrafo británico Roger Fenton realizaría en Crimea lo que se considera como el inicio del reporterismo bélico. La idea de llevar a un fotógrafo civil no agradaba a los altos mandos militares. Pero las cartas de recomendación de la reina Victoria y el príncipe Alberto le permitieron acompañar a las tropas, con la condición de no fotografiar los horrores de la guerra.

Fenton y su ayudante, Marcus Sparling, desembarcaron en Balaclava en marzo de 1855. No tardaron en ser reconocidos por su peculiar furgón fotográfico, un carro-laboratorio tirado por caballos y llamativamente pintado en rojo y blanco, donde manejaba los frágiles e inestables negativos, unas placas de vidrio impregnadas de colodión. Una selección se exhibió en Londres y París con escaso éxito, y varios de ellos, como era habitual en la época, fueron publicados en forma de grabados en las páginas del lllustrated London News. La fotografía fue sustituyendo al dibujo y el grabado de forma progresiva, convirtiéndose en la principal fuente de ilustración gráfica de los periódicos.

Fenton se interesó principalmente por los oficiales y altos jefes, y en menor medida por la tropa, mostrando siempre una imagen limpia y elegante de la guerra, libre de horrores, en la que brillaba con luz propia el gentleman inglés. Fenton deseaba vender copias al público, que se hubiera espantado con las fotografías cruentas. Las imágenes mostraban escenas que falseaban la realidad: soldados cómodamente instalados y perfectamente equipados, con abundantes suministros. En su descargo, hay que indicar que, debido al tamaño y peso del engorroso equipo fotográfico, no podía trasladarse a primera línea del frente. La falta de sensibilidad de los materiales utilizados exigía largas exposiciones, que impedían captar el movimiento. Los tiempos de exposición variaban según la luz ambiente, lo que hizo prácticamente imposible las tomas espontáneas. Por lo tanto, Fenton estaba limitado a fotografiar objetos estáticos, en su mayor parte paisajes y personas posando.

Como ejemplo de su estilo cabe destacar el original titulado El valle de la Sombra de la Muerte, una visión desoladora del yermo terreno recorrido durante aquella galopada absurda de la Brigada Ligera, en la que pueden verse los proyectiles, pero no hay ni un solo cadáver a la vista. Su trabajo como fotógrafo había sido financiado por el nuevo gobierno británico, que pretendía contrarrestar una guerra impopular, en gran medida gracias a los relatos antibélicos de Russell para el Times.

Otro fotógrafo que cubrió la guerra de Crimea fue James Robertson, quien llegó a tiempo de asistir a la caída de Sebastopol. La obra de Robertson expuso los escenarios devastados, pero antes esperó a que fuesen retirados los muertos y heridos. Hubo más fotógrafos británicos que viajaron a Crimea: Nickiin, Branden y Dawson. Pero tanto unos como otros mostraron una verdad institucional, sin caídos en combate, fotografías carentes de acción y dramatismo que recordaban por su grandiosidad y exaltación patriótica a las antiguas pinturas sobre gestas guerreras del pasado.

Las cámaras fotográficas inmortalizarían el sufrimiento de la guerra, mostrando una cruda realidad que el público jamás había presenciado. Pero habría que esperar hasta la Guerra de Secesión americana, en cuya cobertura no existió la censura, para poder ver de cerca el rostro de la muerte. Así, en algunas de las fotografías de pioneros del fotoperiodismo como Alexander Gardner y Mathew Brady, se pueden apreciar a los soldados muertos con total claridad. Un reportero del New York Times, en la edición del 20 de noviembre de 1862, escribió una reseña sobre el reportaje que Brady había hecho en Antietam, una de las primeras grandes batallas, con 25 000 bajas entre ambos bandos: «Los muertos del campo de batalla casi nunca llegan a nosotros, ni en sueños. Vemos la lista en el periódico matutino durante el desayuno, pero descartamos el recuerdo con el café. Sin embargo, el señor Brady ha hecho algo para hacernos comprender la terrible realidad y gravedad de la guerra. Si no ha traído cuerpos y los ha depositado frente a nuestras puertas y a lo largo de las calles, ha hecho algo muy parecido».

De este modo, la fotografía despojó de romanticismo a la guerra, a la vez que establecía un lenguaje de estricta realidad. La muerte heroica quedaba pulverizada por el escalofriante realismo que recogían las fotografías. En un ensayo dedicado a este arte, la escritora norteamericana Susan Sontag dijo que «las fotografías suministran evidencia», refiriéndose a la idea de veracidad connatural que ofrecen las fotografías. Su testimonio era absolutamente real y auténtico, siempre y cuando las imágenes registradas en el negativo no fueran hábilmente retocadas antes o después de tomar la instantánea, mediante diversas técnicas de trucaje fotográfico. La manipulación fotográfica se impuso rápidamente entre las autoridades gubernamentales con el fin de dirigir y controlar la opinión pública de sus respectivos países. Pero ya fuese trabajando para medios oficiales o independientes, a partir de entonces el reportero y el fotógrafo serían figuras habituales en los campos de batalla.

En Crimea, los soldados británicos vivían en medio del barro, el hambre y el frío, mientras los oficiales disfrutaban de considerables comodidades (cocineros privados, sirvientes hindúes y buenos vinos y viandas, incluso algunos llevaron a sus mujeres). Lord Cardigan dormía en su yate privado, ajeno a las penurias y penalidades que diezmaban a sus tropas. Debido a las duras condiciones que tuvieron que soportar en los campamentos, se calcula que el 80 % de los efectivos ingleses —unos 22 000 hombres— perecieron por enfermedades, principalmente el tifus y el cólera, sobre todo durante el terrible invierno de 1854. Los franceses, mejor preparados, no sufrieron tanto. Sin embargo, los que más padecieron fueron los turcos, que carecían de refugio, ropa y alimentos.

En cuanto al enemigo, el grandioso y arcaico ejército ruso se llevó la peor parte, con pérdidas realmente asombrosas, que un informe del Ministerio de Guerra ruso cifró en casi medio millón de muertos. En el cementerio militar de Sebastopol se encuentran sepultados los más de cien mil defensores que cayeron durante el largo asedio de la ciudad. Los oficiales tienen tumbas individuales con sus nombres y regimientos grabados en las lápidas, mientras que los simples soldados son seres anónimos, enterrados en fosas comunes de cincuenta o cien hombres. Los privilegios de clase y rango eran si cabe aún más ofensivos en el rancio ejército ruso, fiel reflejo de la injusta situación social que atravesaba el país.

A pesar del amplio proceso de transformación social e industrial emprendido en la segunda mitad del siglo XVII por Pedro el Grande, la Rusia zarista continuaba siendo uno de los países más atrasados de Europa. En muchos aspectos permanecía anclada en el medievo, como evidenciaban sus profundas desigualdades sociales, más acusadas que en ningún otro país europeo. Esta situación se debía al mantenimiento de arcaicas costumbres feudales como la servidumbre, los privilegios de la nobleza y de la Iglesia y el despotismo autocrático de los zares. La fortuna de la aristocracia no se medía en dinero y otras propiedades, sino por el número de almas que poseen.

Los siervos eran campesinos en su mayoría, aunque también incluía a pequeños comerciantes y artesanos. Ellos y sus descendientes eran formalmente hombres libres, pero en la práctica estaban sujetos a la tierra, es decir, a su amo, teniendo prohibido desplazarse por el territorio ruso o emigrar al extranjero. Con este régimen de esclavitud efectiva, los siervos quedaban obligados a permanecer para siempre en las aldeas a las que pertenecían por ley. Los nobles más ricos poseían miles de vasallos en sus enormes latifundios: el príncipe Nicolás Yusúpov tenía 17 000 almas masculinas; y el último hetman (comandante militar) de Ucrania, el príncipe Razumovski, llegó a poseer 140 000 almas, que superaban los 300 000 siervos contando con sus familias.

Los derechos de los señores eran casi ilimitados. Tenían potestad para administrar justicia e imponer correctivos corporales, confinamiento en la cárcel, o castigar con el temible destierro a Siberia, que afectaba a toda la familia, ya que la esposa y los hijos debían acompañar al condenado. Les estaba permitido vender o alquilar a sus servidores, insertando por ejemplo un anuncio en la Gaceta de Moscú. O bien podían cambiar las listas de recluta militar para incluir a quienes desearan. Este conjunto de injustas y abusivas imposiciones dio lugar a continuos levantamientos del campesinado. Según los datos aportados por el departamento de historia de la editorial estatal Gossizdat, entre 1844 y 1849 se produjeron 650 revueltas, que fueron violentamente aplastadas por la policía y el ejército del zar.

Pero a mediados del siglo XIX se produjo un importante cambio en la sociedad rusa. La derrota en la guerra de Crimea puso de manifiesto la inferioridad militar del gigantesco imperio ruso, provocada por una nula industrialización y la escasez de ferrocarriles. Al mismo tiempo, muchos siervos se negaron a combatir como soldados y los alistados a la fuerza en el ejército protagonizaron varios motines en plena guerra. Para aliviar el creciente descontento social e impulsar el progreso económico e industrial, se adoptaron una serie de reformas que pretendían eliminar los últimos restos de feudalismo y situar al país en los tiempos modernos. El zar Alejandro II, hijo de Nicolás I, subió al poder en 1856, poco tiempo después del fin de la guerra de Crimea, y entre las nuevas medidas de modernización decretó liberar a los siervos. De acuerdo con el censo nacional ruso de 1857, la población total rondaba los setenta millones de personas, de los cuales cincuenta millones eran siervos; sin duda, una aplastante mayoría.

La ley de emancipación de 1861 abolía la servidumbre, pero lejos de mejorar las condiciones de vida del campesinado las agravó. Se fijó un precio excesivo por las tierras, que debían comprar a los antiguos propietarios o bien se les compensaba con un préstamo de redención que el campesino habría de pagar con intereses. El siervo liberado pasó de la servidumbre feudal a la económica. Es decir, se transformó en asalariado, y muchos de ellos se hicieron jornaleros y otros pasaron a engrosar las filas del incipiente proletariado. El desarrollo del capitalismo exigía que el trabajador libre sustituyese al esclavo.

Rusia era un país eminentemente agrario, donde el 80 % de su población eran campesinos. Los siervos emancipados estaban descontentos por no haber recibido la tierra después de la abolición de la servidumbre, y los que se quedaron con ella se vieron obligados a efectuar pagos de amortización por un período de 50 años, un problema que desembocaría más tarde en la revolución de 1905.

La tropa estaba formada casi en su totalidad por siervos, reclutados mediante levas forzosas, debiendo cumplir lo que para muchos de ellos suponía una condena a perpetuidad: el servicio militar tenía una duración de veinticinco años. El adiestramiento se centraba esencialmente en conseguir una obediencia ciega a base de mantener una disciplina severa y brutal. Los castigos corporales eran frecuentes y se aplicaban ante la menor infracción. En cambio, las jerarquías militares estaban reservadas para los oficiales de origen aristocrático, acostumbrados a tratar sin ningún miramiento a los soldados, a los que empleaban como verdadera carne de cañón, no dudando en sacrificar regimientos enteros para lograr una victoria.

El escritor León Tolstói combatió en Crimea como oficial de artillería, junto a su hermano mayor Nicolás, y fue testigo de la corrupción e incompetencia de los oficiales rusos, así como del maltrato al que sometían a los soldados, cuyo valor y espíritu de resistencia admiraba. Impresionado por todo lo que había vivido, tras el cese de las hostilidades, renunció al ejército y se replanteó su existencia entera. Fue en ese momento cuando comenzó a escribir y, además, tuvo lugar su gran conversión espiritual, que haría del conde Tolstói un pacifista a ultranza. A partir de entonces, defendió la no violencia y se opuso al servicio militar obligatorio.

El sitio de la base naval rusa de Sebastopol, que se inició en septiembre de 1854 y se prolongaría todo un año, constituyó uno de los episodios decisivos de la guerra. El joven alférez Tolstói había llegado a Sebastopol en noviembre de 1854, lleno de un ardor patriótico que no tardó en abandonar. La sangrienta defensa de la ciudad portuaria permaneció en su recuerdo como una terrible experiencia, que poco después trasladaría al papel. Entre junio de 1855 y enero de 1856 se publicaron sus Relatos de Sebastopol, que la censura mutiló considerablemente, ya que se trataba de tres crónicas alejadas de todo romanticismo bélico. Tolstói describió el sobrecogedor impacto del fuego de los rifles aliados: «Había logrado subir a una colina cuando el sonido de los disparos comenzó a rodearme…, te hacen temblar hasta las entrañas y te inspiran un profundo sentimiento de terror». Más que los hechos de armas, al joven Tolstói le interesaban los combatientes y su reacción ante la muerte y el horror. En el relato Sebastopol en diciembre, describe la horrenda situación que pudo presenciar en el hospital de campaña, donde los soldados heridos se hallaban «la mayor parte de ellos yaciendo en el suelo».

El explorador Richard F. Burton y otras vidas de aventura - J. Caro (Editorial Letrame)

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