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La clase trabajadora

Para combatir el injusto y desigual reparto de riqueza y poder que existe en la sociedad, la clase trabajadora debe recuperar la lucha de clases, aunque para ello primero tiene que tomar conciencia de sí misma, de sus necesidades y objetivos, y luego hacerse oír en un frente unido.

 
1 La cuestión que nos preocupa

Hay una pregunta que me hago con insistencia desde hace tiempo, en concreto desde el inicio de la crisis en el 2008; antes también, pero, como la mayoría, no he tomado una especial conciencia de la situación social y laboral en que nos vemos inmersos hasta que me vi afectado directamente. Es así, no nos preocupamos de las cosas hasta que nos afectan a nosotros mismos o a nuestro entorno más cercano. Si ocurre en África, eso ya es otro continente, que cada cual resuelva sus propios asuntos. Que despiden a mis vecinos, les ha tocado a otros, mala suerte. Que recortan en sanidad, hasta la hora de enfermar, no parece que sea algo de nuestra más inmediata incumbencia. Y así sucesivamente.

Bien, para no entrar en detalles conocidos por muchos: que las crisis son periódicas, que unas veces se propician deliberadamente y otras obedecen a la tonta incompetencia de nuestros dirigentes, que las crisis, como las guerras, siempre benefician al capital, abaratando costes, facilitando el despido, recortando los sueldos, acabando con el movimiento sindical, al tiempo que las grandes fortunas aumentan considerablemente sus beneficios, en suma, que gracias a la crisis, los pobres somos más pobres y los ricos más ricos. Es una fórmula que sigue siendo tan eficaz ahora como en el pasado.

Pero mi interrogante va por otros sitio, se dirige hacia los que sufrimos la crisis, a toda la gente trabajadora que saca realmente el país adelante: médicos, maestros, mecánicos, agricultores, mineros, periodistas, barrenderos... todos los que hacen funcionar el mundo de una manera positiva, sin explotar a los demás, sin oprimir a nadie, sin causar daño a otros. Por el contrario, es el esfuerzo cotidiano, laborioso y entregado, muchas veces mal recompensado y hasta despreciado, el que resulta bueno y útil para la mayoría de la sociedad. Y esta carga recae sobre los hombros de los trabajadores. Somos la clase trabajadora, una clase olvidada, menospreciada, engañada, manipulada, que hasta parece renegar de sí misma.

No obstante, para empezar debemos preguntarnos ¿qué es la clase trabajadora?, o dicho de otra forma, ¿quién pertenece a la clase trabajadora?, pues no todos los que trabajan forman parte de ella. Para mí, son todas aquellas personas que dependen de un trabajo para vivir, es decir, que viven exclusivamente de su esfuerzo personal y no el de otros, y sin ese jornal o beneficio estarían perdidas, abocadas a la más absoluta pobreza.

Yo siempre me he considerado a mí mismo como un trabajador, con independencia del empleo que tuviera o del oficio que estuviera desempeñando en un momento dado, ya que lo que ganaba trabajando era mi único sustento; dependía de un trabajo para ganarme la vida.

Creo haber conocido casi todas las modalidades de trabajo posibles: asalariado, autónomo, empresario, pirata, eventual, ilegal; no sé si existe alguna mas, pero he trabajado para otros y otros han trabajado para mí, he trabajado con contrato y sin contrato, he trabajado cobrando en negro y sin estar dado de alta, he trabajado en mi propio negocio y para el Estado; pero todos esos empleos y ocupaciones diversas tenían siempre algo en común: eran lo único que me separaba de la miseria. Sin el dinero que ganaba trabajando no hubiera tenido donde caerme muerto. Tendría que recurrir a la mendicidad o el robo para sobrevivir. Pero mi caso no es único ni extraordinario, por desgracia, es la misma situación de dependencia económica que comparten millones de personas en todo el país, en todo el planeta.

Y creedme, vivir en la calle no tiene nada de bueno; es penoso, sucio, aburrido, denigrante, peligroso, el día entero está lleno de inconvenientes y penalidades. Mi breve pero intenso paso por el borde de la calle –vivir en un coche unos meses no es estar tirado en calle pero se le parece en algunas cosas– fue suficiente para demostrarme lo cerca que estaba de la ruina total. Bastaba un simple tropiezo o un golpe de mala suerte –una enfermedad, un accidente, un fallo físico o mental, el capricho arbitrario de un encargado o un tijeretazo más en los recortes– y acabaría en la puta calle. La línea que separa a un trabajador del desastre económico es muy frágil y endeble, sometido como se encuentra a los dictados del mercado económico, y siempre con la necesidad imperiosa de ganarse la vida en un entorno laboral muy duro y competitivo.

En fin, la pregunta que martillea desde hace tiempo en mi cabeza es: ¿dónde está la clase trabajadora? ¿Dónde han ido a parar esas multitudes que deberían reclamar sus derechos como ciudadanos? No se ha dejado ver ni oír. Solamente unos pocos se han atrevido a gritar basta al gobierno de turno y, como represalia, se les ha machacado con sanciones económicas e incluso penas de prisión por el simple hecho de manifestar abiertamente en la calle su descontento con los que mandan.

La gente sufre con absoluto sometimiento. Los sindicatos mayoritarios carecen de fuerza e influencia, languideciendo a la sombra de prebendas y ayudas públicas, incapaces de servir de portavoces de la clase trabajadora a la que representan laboral y socialmente.

Y mientras tanto, la mayoría de la gente aguanta pasiva y calladamente, sordos y mudos ante tanta injusticia y corrupción. Pensando que son los demás los que deben sacarnos las castañas del fuego. Esperando que vengan otros a solucionar nuestros problemas. Pero nadie vendrá. Las cosas no suceden así. Un capitalismo feroz y despiadado se ha impuesto en todo el mundo mediante la globalización, y la clase trabajadora ha quedado sepultada bajo su inmenso poder.

La clase trabajadora está anestesiada, dormida, inerte, sin mostrar el menor atisbo de vida y dignidad. Socialmente, los trabajadores estamos 5 muertos. Hacen con nosotros lo que les da la gana y no rechistamos. Nos recortan derechos y prestaciones, nos roban el dinero para dárselo a los bancos, vemos como los políticos y los empresarios se lucran a manos llenas, y nos quedamos mirando como embobados. Cuando, ante semejantes injusticias, la calles deberían hervir de agitación, manifestación tras manifestación, enarbolando pancartas y banderas rojas y negras, verdes, blancas, arco íris, con multitudes gritando su descontento a los cuatro vientos, bien alto, para que se escuche allí donde nunca llega el más mínimo rumor, que atraviese las paredes de los despachos oficiales y las sedes bancarias, que la protesta resulte tan decidida y atronadora que haga derrumbarse este edificio podrido y corrupto al que muchos se empeñan todavía en llamar democracia. Sobre todo en periodo electoral; luego la atención decae, y los políticos pueden seguir mangoneando a su antojo. Ya no hay consultas populares, ni se tiene en cuenta a la población, salvo para sangrarla a impuestos.


 

 
2 La situación actual

Esa es la cuestión que me preocupa: ¿saber dónde está la clase trabajadora? ¿Dónde se ha metido que tan poco se la vé? La crisis ha caído sobre nosotros como una maldición, pero no es un castigo divino ni un fenómeno de la naturaleza, se trata de maniobras, de intenciones, de abusos cometidos por una clase dirigente contra la gente trabajadora de este país, y 6 por extensión la del mundo entero. La crisis económica global que padecemos ha sido ocasionada por la codicia y la incompetencia de una próspera élite política y bancaria. Pero es la clase trabajadora la que va a pagar los platos rotos y la que se encargará de sacarnos de este atolladero, a base de trabajo basura, impuestos, recortes sociales y otros sacrificios sin fin. Aquí, en España, es lo que está ocurriendo ahora.

Luego nos llamarán a votar próximamente, principalmente para legitimar a los ojos de la sociedad y el ímundo libre” que seguimos siendo una democracia. Pero la realidad se impone tras las elecciones y todo vuelve a la normalidad: los que mandan siguen con sus negocios y enredos políticos y los demás a sobrevivir como buenamente puedan. Esa es la realidad, y no va a cambiar de aquí al día de las votaciones. La clase trabajadora, millones de personas, votará contra sus propios intereses una vez más. Le dará el poder político –subordinado al económico, pero que bien usado podría utilizarse para doblegar al capital– a los de siempre, en lugar de establecer una democracia real y verdadera, es decir, participativa, asamblearia y popular, en la que la gente tome conciencia de sus problemas e intereses cotidianos –sanidad, trabajo, educación, ocio, familia, cultura, etc.– y actúe en consecuencia. No estamos hablando de cosas intranscendentes, por el contrario, son cuestiones de suma importancia para todos, algo de lo que absolutamente nadie, en mayor o menor medida, se puede sentir despreocupado o indiferente. Estamos hablando de nuestra vida, lo único y más valioso que tenemos.

Los griegos tenían una democracia muy parecida a la nuestra, una democracia condicionada y restringida a unos pocos privilegiados que eran los que detentaban el poder y la riqueza. En la democracia griega solamente votaban los varones ricos, mientras que el pueblo, los siervos y esclavos, los extranjeros y las mujeres estaban relegados de esta responsabilidad y derecho. Sin embargo, a los griegos que tenían la consideración de ciudadano y, por lo tanto, podían votar en las asambleas, les parecía idiota no participar cuando se trataban asuntos que afectaban a su persona.

Durante los últimos años se ha dejado a los trabajadores sin poder en el lugar de trabajo, en los medios de comunicación, en la política y en la sociedad en su conjunto. La clase trabajadora carece de representatividad, nadie habla por ella, y su antiguo poder, basado en sindicatos fuertes, ha sido destrozado por completo.

La clase trabajadora ya no existe. La han hecho desaparecer, una estrategia particularmente útil; pues, ¿cómo hablar de lo que no tiene realidad ni presencia en los medios? Es sabido que únicamente interesa aquello que sale en los medios de comunicación, y el resto, por más importante que sea, permanece en la sombra, queda escondido y fuera de la vista de la gente. Pero la realidad es que nuestro país continúa sumergido en una crisis aparentemente interminable, o de muy largo plazo, y es difícil predecir con exactitud su evolución en los próximos años.

La clase dirigente encamina todos su esfuerzos a perpetuarse en el poder –como la saga familiar Fabra, caciques de Castellón, que ostentan el dudoso mérito de medrar en todos los sistemas políticos desde hace más de un siglo–, al tiempo que procura incrementar sus fabulosas fortunas por todos los medios legales e ilegales a su alcance - Pujol y Botín son dos buenos ejemplos de esta práctica.

Por el contrario, para la clase trabajadora el futuro se presenta sombrío. Nos venden que no hay otra alternativa, que este es el menos malo de los sistemas políticos, que no hay nada mejor a lo que aspirar. Y mientras nos dicen esto, las políticas económicas –uno de los pilares básicos de toda sociedad– benefician siempre los intereses de los más ricos, alegando además con total cinismo que son necesarias para el bienestar social. Y claro, la cultura y la educación junto a la mayor parte de los medios de comunicación y del estamento político no hacen más que avalar esta superchería.

Los sindicatos han sido aplastados, siendo este un factor crucial en el panorama actual. Durante gran parte del siglo pasado, los sindicatos representaron a los trabajadores, garantizando que al menos hubiera una voz que hablase por la clase trabajadora. Pero las insuficientes fuerzas del movimiento sindical han proporcionado carta blanca a los sucesivos gobiernos y a la patronal. Tal es la debilidad de los sindicatos más importantes de este país que, conscientes de su nula capacidad de oposición, han acabado firmando pactos y reformas laborales vergonzosas y claudicantes.

De modo que ahora estamos en sus manos y pueden hacer con nosotros prácticamente lo que quieran: reducirnos el sueldo, aumentarnos las horas o despedirnos, en suma, lo que sea, ya que saben que apenas nadie se alzará para oponerse. Y la clase trabajadora, ¿cómo reacciona ante este ataque frontal? La mayoría de la gente soportará estoicamente lo que le echen, sin mayores protestas, sólo quejas y lamentos, se apretará el cinturón y a esperar que lleguen tiempos mejores. Pero los buenos tiempos nunca llegan solos.

Y, mientras tanto, los partidos de izquierda, ¿qué hacen? ¿Por qué no se les escucha? Para empezar apenas cuentan; les pasa como a los sindicatos, el respaldo popular que tienen suele ser bastante minoritario. ¿Los socialistas?, ni los tengo en cuenta; no creo que representen a la clase trabajadora, al menos eso es lo que han demostrado una y otra vez cuando han gobernado. Han servido fielmente al poder financiero, como atestiguan sus políticas económicas, muy similares a las del PP. Todo su interés parece estar centrado en recuperar el poder y volver a sus privilegios de antaño. Si el PSOE tuviera un mínimo de honestidad, eliminaría de sus siglas la S de socialista ya que ningún verdadero socialista podría reconocerse en ellos, y después la O de obrero, o ¿alguien recuerda la última vez que un obrero estuvo al frente de sus filas? De tal modo que debería quedarse en simple Partido Español, sin más. Resultaría más correcto.

Debido a este desaliento y apatía, los del PP han podido imponerse contra el parecer de la mayoría. Y lo peor no es sólo eso, sino que amenazan con seguir gobernando. No me extrañaría nada que las urnas les den la victoria de nuevo en las próximas elecciones generales. Hay mucho trabajador de derechas, cosa inexplicable. Esto constituye un misterio, algo que escapa a la razón. No se comprende cómo la gente trabajadora puede votarles, cuanto menos afiliarse. La cuestión es que ahí están, y suelen ser votantes fieles.

¿Alguien se explica lo de este partido? ¿De dónde saca tantos votos? ¿O acaso hay tanta gente en este país a la que le va bien? Para muchos, votarles es ir contra sus propios intereses personales. Claro, comparado con Siria o Etiopía, China o Corea del Norte, hasta vivir en una España gobernada por la derecha puede parecer una situación más deseable. Pero no nos engañemos, nunca, desde el inicio de la democracia, nos había ido tan mal, ni la corrupción había alcanzado tales cotas de desvergüenza e impunidad, ni el favoritismo hacia los ricos había sido tan descarado y prepotente.


 
3 ¿Que podemos hacer?

Sin duda, la cuestión que se nos plantea es: ¿qué podemos hacer ante tal situación? Negarse a votar es la opción principal, y para muchos incuestionable. Pero creo que el asunto requiere cierta reflexión. La otra alternativa es no quedare en casa e ir a votar como un mal menor, con la intención puesta en echar a la derecha del poder. Ese puede ser un objetivo primordial. Lo que queda para votar no es muy alentador, lo sé, pero cualquier cosa parece mejor que soportar a la derecha reaccionaria y capitalista en el gobierno. Lo que no sabemos es que sucederá después. Aunque ganen los otros; probablemente más de lo mismo o muy similar; no tenemos más que ver la realidad actual en Castilla-La Mancha tras la victoria socialista, donde tras padecer a Cospedal ahora tenemos que sufrir a Page, sin saber cuál de los dos es peor.

La derrota de la clase trabajadora no ha sido únicamente de carácter político, sino que ha afectado a la sociedad en un nivel mucho más profundo. Ya no hay conciencia de clase, ni unión de clase, ni mucho menos orgullo o compromiso de clase. Las mejoras logradas tras duras y largas batallas sindicales se han perdido en un soplo. La derrota de la izquierda en este país es abrumadora.

Los trabajadores ya no quieren ser trabajadores, cosa que entiendo perfectamente, pero me cuesta entender que quieran imitar a toda esa chusma estúpida que acapara con frecuencia los medios de desinformación. Las aspiraciones se centran en consumir, sin pensar mucho más allá.

De manera que ni los propios trabajadores se identifican con sus organizaciones representativas, ni creen que éstas puedan cambiar las cosas. La mayoría tiene un individualismo mal entendido, y piensa que cada cual debe resolver sus propios problemas, y esto es imposible cuando se trata de cuestiones sociales que nos afectan a todos. Entones el individualismo se convierte en estupidez. No se puede hacer nada estando solo, aislado, enfrentado. La consecuencia evidente de esta indiferencia y desidia generalizada es el abandono de millones de trabajadores desencantados que no acuden a las urnas y para los que la política apesta. Pregunta a cualquiera sobre nuestra clase dirigente, desde el alcalde hasta el presidente, y muchos te responderán que si están en política es para medrar y enriquecerse. Y lo dicen sin que les hierva la sangre, como algo inevitable y natural y, hasta cierto punto, lógico.

Pero, ante tan desolador futuro, ¿qué podemos hacer? Sólo un movimiento popular auténticamente de izquierdas puede afrontar este desafío. La política ha demostrado ser incapaz de resolver las necesidades y aspiraciones de la gente de la clase trabajadora. Necesitamos algo que una a la gente, una aspiración nueva, cualquier cosa antes que este individualismo consumista, insolidario y sin futuro en que malvivimos.

Un renovado movimiento sindical debería unir a una mano de obra fragmentada y en su mayoría no sindicada, marcada por la precariedad laboral, junto a un número cada vez mayor de parados y empleados eventuales. Ya no hay trabajos seguros, ni oficios de toda una vida, sino que lo más habitual es que un trabajador vaya pasando de un trabajo a otro, de una empresa a otra, sin establecer una verdadera unión con sus compañeros.

Una exigencia básica debe ser la de trabajos decentes, seguros y bien pagados, desempeñados en condiciones humanas, además de respetuoso con el medio ambiente y con el comercio justo, más allá de las fronteras territoriales, y que sirva, en última instancia, para potenciar un compromiso de la gente con su entorno social y natural.

Los trabajadores necesitan recuperar un sentido de clase, que ser trabajador tenga un valor social. Indudablemente no todos los empleos tienen la misma utilidad pública: personal sanitario y de limpieza, maestros y agricultores son necesarios socialmente; en cambio, si eliminamos a políticos, militares y agentes de bolsa, el mundo no los echará de menos, y hasta es probable que la sociedad funcione mejor sin ellos.

No se trata de una simple cuestión de orgullo personal, ya de por si suficientemente valiosa, sino que recuperar el respeto de lo que uno hace tiene un valor social y laboral innegable: puede servir para reivindicar mejores condiciones laborales como una forma de reflejar la importancia que algunos oficios tienen para la mayoría de la sociedad.

Lo que está claro es que si no hacemos nada para remediarlo, los trabajadores seguiremos careciendo de los derechos laborales más básicos, pudiendo ser despedidos de inmediato, además de estar mal pagados y sometidos a la arbitrariedad de los jefes. La sensación de inseguridad y opresión que suele reinar en el puesto de trabajo a veces no es lo peor; más humillante y desprovisto de humanidad es que te traten como a un animal o como un mueble o una simple pieza del engranaje, un ser que no cuenta para nada, ni cuya voz es requerida para opinar sobre la tarea que realiza. Urge terminar con la tortura que padecen muchos trabajadores, cuyo trabajo a menudo consiste en una labor pesada, tediosa, rutinaria, alienante y sin satisfacción alguna para su persona. La meta final del trabajador debería ser conseguir un control y poder verdadero en el lugar de trabajo.

Y en lugar de empresas privadas que se lucran con las necesidades comunes de la gente, los recursos más básicos y precisos –agua, luz, gas, alimentos, sanidad, educación, etc.– deberían ser considerados bienes públicos intocables y protegidos, además de hallarse gestionados por los trabajadores y los consumidores.

El esfuerzo es ímprobo, una tarea imposible de realizar, una utopía inalcanzable, pero, cómo es sabido, los sueños sirven para caminar.


 
4 Organización y lucha

La gente debería saber a estas alturas quiénes han sido los verdaderos culpables de la crisis. Los ricos evaden miles de millones, pero se echa la culpa a los inmigrantes, a los pobres y a los parados que tratan de subsistir como pueden; son los mismos que pretenden hacernos creer que el fraude en la prestaciones sociales –sin querer justificar esta acción– es un delito más grave y oneroso para las arcas públicas que las evasiones fiscales de los más pudientes, que suelen ser pasadas por alto, cuando no simplemente se declara una amnistía fiscal hecha a medida para los amigos.

Para combatir el injusto y desigual reparto de riqueza y poder que existe en la sociedad, la clase trabajadora debe recuperar la lucha de clases, aunque para ello primero tiene que tomar conciencia de sí misma, de sus necesidades y objetivos, y luego hacerse oír en un frente unido.

El declive de los sindicatos está en la base de muchos de los problemas de la clase trabajadora, que ya no tiene fuerza para impedir que la riqueza del país vaya a parar a los ricos, mientras los trabajadores ven rebajados sus sueldos o deterioradas considerablemente sus condiciones de trabajo.

Los trabajadores ya no tienen voz. Las últimas reformas laborales han minado la capacidad de los sindicatos para representar a los suyos. Los sindicatos se las apañan como pueden en un clima social muy adverso y difícil, y sin apenas respaldo por parte de los trabajadores. La afiliación en el sector público es minoritaria, no digamos nada de la empresa privada, donde el miedo a las consecuencias es mucho mayor.

Los sindicatos tienen una misión complicada, como es atraer a trabajadores eventuales y disgregados, a parados, a estudiantes, a emigrantes, a jubilados, a todos aquellos cuya capacidad de organizarse es menor y más compleja.

Los sindicatos no pueden hacer un sindicalismo nacional, sino que debe abrir sus fronteras y hacerse internacional, al igual que la economía se ha globalizado. Las multinacionales tienen un poder superior al de los gobiernos 16 nacionales, de ahí que puedan traspasar dinero y llevarse las empresas de un país a otro.

La realidad se impone, es simple y contundente: la clase trabajadora es débil, está sin voz y continúa siendo el blanco de la política de recortes. Todavía se nos puede exprimir más, las condiciones de vida y de trabajo pueden empeorar más, aun cuando los ricos se estén forrando como nunca. Los políticos seguirán ocupados en satisfacer las demandas de una pequeña élite empresarial y financiera, al tiempo que se muestra indiferente o contraria a las reclamaciones más urgentes y necesarias de la clase trabajadora.

El éxito más rotundo ha consistido en desmantelar a la clase trabajadora como tal. Hemos dejado de ser un oponente serio, un enemigo a tener en cuenta y nos hemos convertido en el hazmerreír. Y la verdad es que tienen motivos sobrados para burlarse de nosotros. Se han librado del desafío de la clase trabajadora, los sindicatos no pueden tener peor reputación, y nada les impide seguir con el programa de privatizaciones y recortes para los de abajo.

La locura de una sociedad organizada en torno a los intereses económicos se ha puesto de manifiesto con la crisis provocada por la codicia de los banqueros. Una nueva política de clase –basada sobre todo en sindicatos y asociaciones populares– serviría de contrapeso a la hegemonía de los más ricos. Quizá entonces sea posible una nueva sociedad más libre, justa y solidaria, basada en las necesidades reales de la gente, más que en el beneficio privado de una minoría. La clase trabajadora se ha organizado en el pasado para defender sus intereses, ha exigido que se le escuche y arrancado concesiones a los ricos y poderosos. Por mucho que se la margine y humille, por más que se la someta y acose, volverá a levantarse, volverá a organizarse y a luchar. Estoy seguro que volverá a hacerlo.

Pero esto depende de nosotros, de todos y cada uno. Y ante esto solo cabe la responsabilidad personal, sin ampararse en falsas e inútiles disculpas. Ante una realidad tan desoladora, la verdad sea dicha –no sólo en estas páginas, sino en numerosos libros, noticias y películas que avalan mi testimonio- , sólo tenemos una opción inteligente y válida: la organización y la lucha, o lo que es lo mismo, el sindicalismo.

Los sindicatos siguen siendo las mayores fuerzas populares que existen. Sin embargo, todos sabemos que los sindicatos son tan fuertes como su independencia y compromiso les permiten. Y esta fuerza únicamente se la puede proporcionar la afiliación; una escasa afiliación hace sindicatos débiles, que buscan su sustento en ayudas extrañas y ajenas a sus objetivos, que fundamentalmente consisten en la defensa de la clase trabajadora. Esa es su razón de ser y el motivo que los creó: trabajadores que se unieron para luchar contra la explotación sistemática a la que eran sometidos en sus puestos de trabajo.

Si a esto le sumamos la estructura jerárquica de los sindicatos, con sus numerosos jefes, secretarios y liberados –muchos de ellos con verdadero compromiso sindical, pero otros, es preciso reconocerlo, animados por motivos 18 más interesados–, más las ayudas publicas que reciben de manos del Estado , que restan independencia a la hora de negociar, y la nula participación de los trabajadores, que ven al sindicato no como una fuerza laboral para defender sus derechos, sino más bien como una especie de gestoría jurídica, que es básicamente en lo que se han convertido, todo ello hace de los sindicatos organizaciones endebles y sometidas.

Sin embargo, no toda la esperanza está perdida, aun nos queda una oportunidad, una opción inteligente pero que requiere de cierto grado de compromiso, una asociación que viene funcionando en este país desde hace 106 años, una organización que, a pesar de los muchos avatares y desgracias que ha tenido que soportar, todavía sigue en pie, viva y activa. Me refiero a la CNT, el sindicato anarcosindicalista, un sindicato de trabajadores, libertario, solidario y asambleario, sin jefes, sin liberados, sin subvenciones, un sindicato sostenido, nada más y nada menos, por un puñado de mujeres y hombres que luchan de forma directa y activa contra el orden establecido. La CNT es un sindicato anarquista que centra sus objetivos en la libertad y la dignidad del ser humano y en la reivindicación de la gente trabajadora y humilde, sin distinciones de sexo, nacionalidad o creencias personales.

Estas y otras muchas cosas son para mí la CNT. Pero no soy yo el más indicado para hablar de este sindicato. Por muchas razones, siendo la principal porque deben ser los hechos quienes digan qué es la CNT y no la palabras, pues son nuestros actos quienes mejor nos definen.

Bueno, creo que eso es todo. Que cada cual actúe según su conciencia y entendimiento. No hay más.

Como siempre, ¡salud y alegría!

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