L
a década de los treinta del siglo XX fueron tiempos muy difíciles para España. Primero, por las revueltas populares que trajeron la republica, y luego por la guerra civil, una cruel masacre genocida que, me temo, partió de arriba abajo nuestro país, no solo en clases sociales, como sucede en otras naciones, sino en dos bandos enemigos, de ideologías políticas opuestas y con mucha sangre que lavar por ambas partes. Una división que perdura hasta nuestros días, aunque por fortuna sin la saña y la violencia del pasado.
El bando republicano, que comprendía una diversidad de partidos y sindicatos de variadas tendencias de izquierdas, a menudo enfrentados entre sí, fue quien perdió la guerra. Como consecuencia, a las numerosas bajas ocasionadas durante el conflicto bélico, debemos sumar las incontables personas que fueron fusiladas o murieron por causas “antinaturales” durante la dictadura franquista, junto con el obligado exilio que desangró aun más las ya exangües y dañadas venas nacionales. Todo ello supuso un enrome quebranto para el movimiento obrero español y para la causa de la libertad y la justicia social.
Se desaprovecharon muchos talentos -los primeros que me vienen a la mente son, entre otros, Miguel Hernández y Luis Buñuel-, un sinfín de individuos de gran mérito y valía que, como tantos otros, o bien murieron peleando por sus ideales o tuvieron que huir del país para evitar represalias. Cientos de miles de españoles se vieron obligados a emprender el duro camino del exilio. Las imágenes trágicas de esas pobres gentes, cargadas con sus escasas pertenencias, una riada de seres humanos derrotados, famélicos, agotados como solo se puede estar después de tres largos años de encarnizada lucha armada, cruzando la frontera en una inmensa columna humana, son recuerdos que todavía conmueven el corazón por la fuerza de su horror.
Y así, durante cuarenta años, cayó un telón de censura u opresión sobre este país. Con la vergüenza añadida de que el dictador murió tranquilamente de viejo en su cama, entre honores patrios. La raza ibérica, aquella que lucho por su libertad contra romanos, musulmanes y franceses, fue incapaz de echar a patadas al sanguinario dictador, un patético vejestorio, al que tuvo que aguantar hasta el final. Para mayor oprobio, fue sepultado en el Valle de los Caídos, un monumento construido con la sangre y los huesos de los prisioneros republicanos, donde todavía, tras otros cuarenta años de democracia, siguen reposando sus restos. Cualquiera puede ir a presentarle sus respetos.
Sin duda, los cuarenta años de dictadura -casi dos generaciones- influyeron profundamente en la sociedad, marcando para siempre a la gente que le tocó vivir aquella época. Una herencia que se perpetua de alguna manera en sus hijos. De ahí que, por mucho que nos empeñemos en llamar democracia a nuestro sistema de gobierno, es decir, del pueblo para el pueblo, los poderosos de antaño sigan dominando todavía nuestras vidas. Basta con ver las desastrosas reformas laborales acometidas en los últimos años, tanto por el gobierno popular como por el socialista (que de una vez por todas debería eliminar la S y la O de sus siglas y pasar a denominarse, con mayor exactitud, PE o Partido Español), responsables asimismo del rescate millonario a la banca, o de mantener algo tan callado, casi secreto, como son los privilegios de la iglesia Católica, concertados por el franquismo, pero que continúa vigentes hoy en día…En fin, un montón de abusos cometidos con la aquiescencia y mansedumbre general.
Debido a la guerra civil española y al posterior exilio, perdimos gran parte de nuestro innato impulso de rebeldía. La genética obró sus efectos. Los animales salvajes tienden a criar una feroz descendencia, mientras que el ganado doméstico produce sumisas y dóciles criaturas. Con la gente pasa igual. Los espíritus más rebeldes se desperdiciaron en masa. Muchos de los mejores españoles nos dejaron. Su influencia en nuestro país se desaprovechó. Una pérdida irreparable de la que aún no nos hemos repuesto. Por eso seguimos siendo un país cerril, ignorante y aborregado. En parte es producto de la herencia franquista.