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CARNE FRESCA

Hubo un tiempo en que trabajé en el puerto de Barcelona.

 
H Cuando era joven, allá por los ochenta, trabajé una breve temporada en el puerto de Barcelona, una experiencia que dejó un profundo recuerdo en mí, tal vez porque tuvo la intensidad que solo puede otorgarle la inocencia y vitalidad de la juventud. Había terminado con la puta mili -un infierno al que fui voluntariamente, aun sabiendo que no me gustaría, donde pasé la mayor parte del tiempo arrestado y leyendo libros, pero del que por fin había logrado escapar-, dejándome varado en la capital catalana, destino que elegí simplemente porque tenía mar y era lo más parecido a viajar al extranjero que se me ofrecía por aquel entonces. Con veinte años recién cumplidos, mi único objetivo en la vida consistía en pasarlo bien y no preocuparme por nada. Mantenía una vaga idea sobre escribir, que alimentaba ocasionalmente garabateando a mano cuentos y otras historietas cortas - bastante violentas, sórdidas y truculentas según recuerdo-, con el ánimo de pasar el rato y divertirme más que de otra cosa. Tampoco tenía un duro en el bolsillo y la vuelta a casa se me hacía imposible. Conseguí el trabajo gracias a unos amigos estibadores. Los conocía de frecuentar el bar “Sol y Sombra”, muy concurrido por pescadores y portuarios, y donde solíamos coincidir todos los que pululábamos por el popular barrio de la Barceloneta, mi lugar de acomodo por aquel entonces en la ciudad. Nuestro encuentro fue afortunado, al menos para mí, ya que me ayudaron a salir de un aprieto.

En el puerto trabajaba, como ayudante del hombre rana, un senegalés llamado Malik, un chico delgado y oscuro como la brea, que se mantenía siempre risueño, a pesar de los sinsabores de su pobre existencia de inmigrante. Era el único trabajador negro del puerto, singularidad racial que, sin él pretenderlo, le convertía en un punto débil dentro de aquella jungla urbana. Estaba solo, apenas se trataba con nadie y, salvo unos pocos, la mayoría de la gente ni le dirigía la palabra, como si no existiese. No era más que un auxiliar, el muchacho de color -el negrito- que arrastraba el material y limpiaba los pertrechos del buzo del puerto.

Sin embargo, los verdaderos problemas de Malik eran dos, relacionados ambos con el color de su piel: uno, estaba enamorado de una blanca, una chica catalana llamada, cómo no, Montserrat, a la que cortejaba con flores y encendidas cartas de amor, pese a la enconada oposición de los padres de ella, que bajo ningún concepto querían un negro en la familia; y dos, la cuadrilla de moros del muelle pesquero, unos desgraciados marroquíes que iban siempre juntos, como las hienas, y que, en un alarde de inusitado y retorcido racismo, la habían tomada con él, haciéndole “blanco" de sus burlas y amenazas. Y fueron estas dos circunstancias precisamente, su amor imposible con una chica española y su enemistad con los árabes, las que me convirtieron en su amigo.


 

1 Comment

  1. Felix dice:

    Aunque sabes que no soy un apasionado de la ficción, he de reconocer que la historia me ha gustado.
    Incluso, ahora que lo pienso, me ha hecho dudar de si solo era ficción.

    Qué diablos, confieso: he terminado con una media sonrisa queriendo creer que fue real…

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